Todos necesitan una estrategia. Las empresas, los profesionales, los partidos, todos. Pero sobre todo los Gobiernos, y en particular las élites que lideran las naciones. Una estrategia ayuda a navegar en la incertidumbre y enfrentar las coyunturas que salen al paso. No se trata de tener un plan simplemente, sino de tener una visión. Y no se trata de confundir los deseos que uno pueda tener con las posibilidades y recursos que se tienen para lograrlos. Cuando terminó la Segunda Guerra mundial, los Estados Unidos, luego de un par de años de vacilaciones, diseñó finalmente una estrategia de largo alcance para enfrentar la Guerra Fría. Una estrategia que, con pocos ajustes, fue seguida por todas las administraciones posteriores hasta derrotar al imperio soviético. Ello implicó, por ejemplo, una alianza del gobierno con la academia y la industria. El general De Gaulle a su regreso a Francia en 1944 formuló una gran estrategia para sacar a su nación de la profunda crisis en la que estaba. Entre otras cosas, fundó la Escuela Nacional de Administración para preparar a los futuros funcionarios.

Los sacrificios que generalmente exigen las estrategias son aceptados cuando se tienen claros los objetivos, y los líderes que las formulan inspiran confianza por su preparación y patriotismo. “No tengo nada que ofrecer salvo sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, fue la honesta advertencia de Churchill cuando asumió el cargo de primer ministro en 1940. (Muy pocos políticos hoy tendrían la honestidad de decir algo similar). Las estrategias no son hechas para que se luzca el gobernante de turno, sino para beneficiar a toda la sociedad en el futuro.

A pesar de la importancia de tener una estrategia, y del daño que ha significado no haber tenido una oportunamente, nuestras élites –con escasas excepciones– no entienden la necesidad de contar con ella. Cierto es que a muchos de sus líderes les gusta hablar de “estrategias”, pero pocos las toman en serio realmente. La experiencia enseña que, por lo general, no quieren escuchar de estrategias cuando ellas podrían afectar a sus intereses personales, electorales o económicos: son buenas solo si no se cruzan con mis planes, imagen o bolsillo. Y es que siempre las estrategias han exigido una dosis de humildad, compromiso y renuncia.

No solo que necesitamos de una estrategia, sino que nos urge tenerla. Seguimos hundiéndonos a pesar de nuestras riquezas y potenciales. El sistema judicial sigue siendo un arma de persecución, fuente de impunidad y herramienta de enriquecimiento. A pesar de que nuestras instituciones judiciales son las responsables de la tremenda inseguridad jurídica que espanta a los inversores, nada se hace para transformarlas. El sector de hidrocarburos (petróleo y gas) y el eléctrico siguen deteriorándose en manos de mafias enquistadas por décadas que viven felices del statu quo. Y es poco lo que se hace. La salud pública continúa a la deriva, así como la educación. Y nada o poco se hace. E igual cosa sucede con la seguridad social y el control de la criminalidad.

Esta acumulación de problemas no se resolverá con parches, sino con una gran estrategia; la que, siendo optimistas, daría sus frutos en una o dos décadas. Y como a pocos les gusta esperar tanto, probablemente seguiremos sin tener una estrategia. (O)