Alguna vez la meta de los países, de los estadistas, de los héroes, de los guerreros y de los hombres de paz fue alcanzar la grandeza. A esto, Bolívar y sus contemporáneos le llamaban “la gloria”.
En su momento, los países aspiraban a la grandeza, y ella implicaba independencia, suponía reconocimiento internacional, respeto y, cuando era preciso, imponía respuestas diplomáticas o bélicas y, en todo caso, firmeza, determinación y conciencia del sentido del honor nacional.
La historia del mundo estuvo marcada por la grandeza, y también por la miseria, por la lealtad y por la traición, por los triunfos y la derrotas, pero siempre, de alguna forma, había por allí, entre los dramas de cada pueblo, la aspiración al respeto y el sentido de dignidad. En los temas de las fronteras, las guerras tuvieron como razón de ser la afirmación de los países, aunque en muchos casos, se envenenaron por los intereses y la estupidez.
Sin embargo, ahora vivimos tiempos distintos. La geopolítica y los cambios de los términos de relación entre los países; la disolución de la soberanía en las complejidades de la globalización; la visión de los Estados como agentes comerciales. También la saturación informativa, la vigencia de la posverdad y la infinita confusión que ella acarrea, han provocado que la aspiración a la grandeza y los valores que algún día fueron referentes que alimentaron esperanzas, hayan desaparecido del mundo de la opinión pública. Todos ellos se han disuelto entre el egoísmo, la mediocridad, la ley convertida en telaraña dogmática y las constituciones reducidas a proyectos partidistas dentro de las naciones.
En algún momento en el pasado, la libertad tuvo como contrapartida la responsabilidad y, entonces, estaba claro que teníamos la condición de ciudadanos, y no el papel de consumidores de espectáculo. Entonces, la economía era un medio y no un fin, la voracidad estaba mal vista, la honradez predominaba como una insignia y la picardía era una infamia. Alguna vez, con limitaciones y pobrezas, la regla fue la aspiración a la honorabilidad, y la excepción fue la corruptela. Alguna vez nos importó el país y nos dolieron las ciudades.
Ahora, atrapados entre la incertidumbre, no entendemos la dimensión de la crisis, cerramos los ojos a la verdad y apostamos al disimulo, enredamos los análisis, y presumimos de sabiduría. No asumimos que los hechos han superado a las normas, que la democracia no es un evento electoral solamente, que es, además, una suma de preceptos que nos obligan a ser veraces, equilibrados y objetivos, que los compromisos van mucho más allá de las visiones cortas y los egoísmos rapaces, que tenemos entre manos el desafío de ser, de verdad, una república.
La grandeza no es asunto de balances y presupuestos solamente, ni de dinero en el banco. Ella nos plantea el desafío de pensar más allá del noticiario, y admitir que la cultura de la queja debe transformarse en el reto de encontrar el buen juicio y el sentido de responsabilidad necesarios para asumir que la funcionalidad del Estado y la utilidad de la democracia nos conciernen a todos. (O)