La corriente filosófica existencialista, en especial la francesa encabezada por Jean-Paul Sartre y su esposa, Simone Beauvoir, en los años 60 del siglo pasado, parece ser el puente entre el individualismo, es decir, el poder del superior del individuo humano del que nos habla Nietzsche, y los colectivos o identidades que empezaron a emerger con fuerza. La clase obrera había prosperado y, en gran parte, estaba integrada a la clase media. Otros movimientos sociales como los Derechos Civiles de Martin Luther King Jr, feminismo, ambientalistas, inmigrantes de diferentes razas, discapacitados, entre otros, empezaron a exigir el reconocimiento a la dignidad de los grupos a los que pertenecían, así como políticas públicas claras que reconocieran sus derechos. Sin duda, así surge lo que hoy llamamos política de la identidad.

A finales del siglo XX, la adopción de políticas de identidad pasó a ser parte de la agenda de la izquierda. Así mismo, en las últimas décadas de ese siglo y las primeras del presente, la lucha por reconocer diversas identidades marca el quehacer de la política y traza líneas rojas de lo políticamente correcto. Esto se torna una limitante en una democracia liberal que propugna la libertad de expresión de todo ciudadano, según le parezca y, por otro lado, en un acierto para la corriente que lleva esa bandera. Como resultado, el reconocimiento de identidades pasó de ser privativa de la izquierda a serlo de prácticamente todo el espectro político. El Viraje de China, luego de la era Mao, la Revolución Cultural hacia la economía de mercado y el posterior derrumbamiento de la Unión Soviética en el año 1991, marcaban la derrota del comunismo y su división social binaria. Los grupos que representan identidades pasaron a ejercer un rol con mayores características políticas desplazando, en muchos aspectos, a los partidos políticos tradicionales. De hecho, en Ecuador juegan ese rol, particularmente el movimiento indígena. El tema identidad, en todo caso, puede operar, también, como una palanca para movilizar opinión y generar respuestas estatales.

Los Estados se han volcado a satisfacer los derechos de diversas y crecientes identidades, generando políticas de dignidad para las mismas. Las políticas de atención generalizada a la población, que miran a la desigualdad económica, cedieron paso a políticas de identidades, originando un debate sobre sí, al final, somos gobernados por minorías a quienes los gobiernos se sienten compelidos por atender más y mejor debido a su capacidad de reclamo, movilización en las calles y en las plazas de redes sociales.

El gran reto de la democracia consiste, precisamente, en abarcar a toda la población en la gestión de los poderes públicos, que lamentable y objetivamente, han estado por décadas en manos de partidos y líderes políticos de manera hegemónica y no de los ciudadanos. El gobierno debe ir tras la conquista de la calle, centrar su atención y acción en los ciudadanos es la garantía de un respaldo social que permitirá que en el plan mayor quepamos todos, sin distingo ni demora, no es para unos ni para otros, ¡es para todos! (O)