En estos días se celebra en Alemania la fiesta de San Martín. Es uno de esos rituales que a una extranjera fascinan y asustan a partes iguales. Fascinan los faroles de papel hechos a mano por los niños que saldrán en la oscuridad portando luces cobijadas por las pantallas de sus lámparas. Asusta la noche que cae a las 5 p. m., el desamparo de estar a la intemperie en la helada oscuridad de un otoño al borde del invierno, rodeada de gente extraña (jamás deja una de ser extranjera).

Este fin de semana avanzan por las calles y bosques de Alemania las procesiones de San Martín. Van cantando los niños: “Yo voy con mi farolito y mi farolito, conmigo; arriba brillan las estrellas y acá abajo soy yo quien brillo”. Son luces en un mar de oscuridad, flotando, sobreviviendo a contracorriente.

Luces que vamos llevando y en las cuales nos convertimos. Sumida en la oscuridad pero intentando ser luz, pienso qué significa ser luz en medio de tanta guerra, entre las tinieblas que parecen haber descendido sobre el mundo, ante vientos que amenazan con apagar hasta la esperanza más luminosa. Pienso en esa guerra contra el narcotráfico que tiñe de sangre a Latinoamérica. En las víctimas silenciosas de ese horror sin fronteras que durante décadas no ha hecho más que colarse profundamente en las raíces de nuestra tierra. Me pregunto por qué seguimos apoyando y aplicando soluciones que nos han fallado una y otra vez. Las maquinarias del poder están oxidadas y nuestra capacidad de percepción, reflexión y reacción atorada en un automatismo pesimista y simplón.

Deberíamos ser como esos farolitos que se atreven a salir en medio de la oscuridad y el frío. Que bailan, cantan y creen que es posible brillar, seguir brillando. Una amiga israelí me decía: no quiero ver a nadie porque no quiero hablar de la guerra, pero tampoco puedo hablar de otra cosa porque me avergüenza charlar de trivialidades ante tanto horror. Hoy me gustaría proponerle salir juntas con un farolito a cantar con los niños en San Martín, decirle que no nos sirve de nada ser tinieblas en medio de la oscuridad, mimetizarnos; tenemos el deber y el derecho de continuar siendo luz: reír y cantar, sentir y pensar, reflexionar. Porque ni los coros buenoides e ignorantes que gritan “Free Palestine, boicot Israel” ni los que apoyan una masacre civil para derrotar a unos terroristas monstruosos tienen razón. La luz está en un lugar intermedio, atrapada entre dos tinieblas. Me pregunto por qué nos hemos vuelto incapaces de abrigar en la mente y el corazón muchas perspectivas que se matizan unas a otras y hacen imposible reducir la realidad a una consigna. Por qué nos hemos acostumbrado a “pensar” o a dejarnos influir por panfletos de 280 caracteres. O menos. Mundo de fórmulas y eslóganes, dominado por fanatismos ciegos y enceguecedores. Pero la luz es una corriente infinita que se mueve, fluctúa, se refracta en abanicos de colores. Ser luz significa a veces tan solo encontrar un lugar de paz y silencio entre las tinieblas. Es soñar con soñar, con ser capaz de soñar; liberarse del demonio que nos lleva a querer tener siempre la razón entre las cuatro paredes de la opinión. (O)