En el mundo polarizado que vivimos, la distorsión de hechos, dichos y comportamientos aupados por una comunicación inmediata que informa rápido y luego pasa a otro tema, como las flores que aparecen en los desiertos cuando caen unas gotas de lluvia y desaparecen al mínimo destello de un sol abrasador, parece ser la tónica de muchas acciones y opiniones.

Pero una brisa envolvente ha sacudido la realidad global a diferentes niveles. En un mundo que resuena con bombas aterradoras, drones asesinos, pasos marciales, deportaciones, sufrimiento y destrucción, la muerte del papa Francisco, de Pepe Mujica, son sucesos mundiales, motivo de reflexiones, encuentros, discusiones académicas, análisis, apuestas.

Entre las muchas aristas de estos sucesos, lo que llama la atención es que la expresión de los sentimientos parece haber adquirido carta de ciudadanía política. La originan seres humanos que han cambiado realidades, actores potentes, no divagadores etéreos, cuyos sentimientos se convirtieron en acciones. Y sus palabras, faro que guían a multitudes.

Esta semana observé a nuestro presidente cuando le entregaron los documentos que lo habilitan para su cargo. Daniel Noboa, hasta ahora inexpresivo y contenido, dejó asomar una emoción que sorprendió. No fue una lágrima abierta, no hubo desbordes. Solo un temblor en la mirada, una pausa en el aliento, un leve titubeo que bastó para decir lo que los discursos no alcanzan: que el poder también pesa. Que incluso el presidente, por muy blindado que parezca, no está exento de la conmoción que produce saberse al frente de una nación rota, doliente, exigente, exhausta. Con la salud pública en soletas, las mafias inundando el tejido social y las instituciones, la incertidumbre contaminando las decisiones personales relativas a la familia, los hijos, el futuro.

Llorar por el dolor de todos. ¿Por los militares caídos? Sí. Pero también por los enfermos que mueren sin diálisis, por las madres que buscan a sus hijos desaparecidos, por los jóvenes que no regresaron a Malvinas y fueron masacrados.

Porque la política necesita firmeza, pero también humanidad y cercanía. Para comprender que hay realidades paralelas en el mismo país: el confort de una familia protegida y las casas de caña arrastradas por las inundaciones. La mesa servida y la olla vacía. El estudio en el extranjero y el niño que camina descalzo a una escuela sin pupitres. Para entender que mientras en el Palacio se conversa sobre inversiones y macroeconomía, en un barrio de Monte Sinaí o en una comunidad de Esmeraldas, de Manabí hay gente que ha perdido todo. Que hay campesinos endeudados, familias enteras sin trabajo, jóvenes que no sueñan porque ya no les da el alma.

La política necesita estrategia, firmeza, planificación, visión. Pero también, cercanía. Capacidad de mirar a los ojos a quienes no tienen nada. Se dan cifras, se diseñan políticas, se redactan discursos. Pero la verdadera transformación nace del corazón. La que impulsa a hacer, no solo a decir.

En estos tiempos de rupturas y distancias, necesitamos una política que no tema emocionarse, que se atreva a sentir y, desde ahí, construir. Que sepa que el dolor y la alegría compartida no debilitan: humanizan. Y que ese puede ser el principio de un cambio fundamental. (O)