Desde muy joven una frase que me guiaba era, cuando dices que vas a hacer algo nunca se debe regresar sin haberlo hecho. Sin prisa y sin pausas como las estrellas. Estaba grabado en las paredes del recreo de la escuela, todos los días las leía con alegría. Me costaba entender que alguien se detuviera en el camino, lo importante era llegar.

Así un día me puse a caminar sola por las montañas de Loja con zapatos inadecuados, sin llevar ni comida ni agua, no se me ocurrió, era muy joven, mi meta era llegar al objetivo fijado que parecía cerca, pero resultó que estaba a casi 40 kilómetros. Se me cayeron todas las uñas de los pies por los moretones causados por los zapatos y se convirtió en una de las experiencias fundantes de mi vida. Pero también pasé un mes sola en la montaña, me recogía por la noche en un convento y partía todas las mañanas abastecida de comida y agua permanecía sentada al borde de un cañón o bajo los árboles.

Aprender a escuchar, a estar sola, acompañada de mí misma, fue desafiante y fundamental. Ahora al atardecer de la vida comprendo la importancia de pararse en el camino, de gozar los detalles, de apreciar todo lo hermoso, majestuoso e incompresible de la vida.

En tiempos donde parece que lo único que cuenta es producir, vender y sobrevivir a la violencia cotidiana, vivir plenamente se vuelve un acto de desobediencia.

Nos quieren sumidos en el miedo, atrapados en la eficacia, calculando cada minuto como si el único valor de la vida fuera el rendimiento. Y, sin embargo, hay gestos que se escapan de esa lógica y la contradicen.

Una fiesta, por ejemplo. Celebrar un cumpleaños o un reencuentro no es negocio, es gratuidad. Es decirle al tiempo: “Hoy no me controlas, lo gasto en conversar, en reír, en abrazar, en bailar”. En una sociedad que mide todo en dinero, una fiesta afirma que lo más hermoso no se compra: la compañía, las canciones compartidas, el simple estar juntos. Es un desafío al capitalismo que pretende poner precio a cada instante.

Y los regalos. Regalar es pensar en el otro con amor, ponerse en sus zapatos y preguntarse qué lo haría sonreír. No es el objeto en sí, es el gesto. Es casi como una oración: dirigir la mente y el corazón hacia alguien y ofrecerle algo que hable de esa relación. Por eso un regalo verdadero no se mide por su costo, sino por la ternura con que fue elegido.

Abrir la casa para recibir a alguien también es abrir la propia vida. Invitar a una mesa, es decir: “Entra en mi intimidad, comparte mis olores, mis sabores, mis silencios”. Desde tiempos inmemoriales, la comida ha sido signo de alianza y de paz. Partir el pan juntos crea vínculos que ninguna palabra lograría por sí sola. El banquete, grande o pequeño, es una de las formas más humanas de resistir a la deshumanización.

En medio de tanta prisa, miedo y muerte, estas prácticas sencillas nos recuerdan que vivir con plenitud, con fiesta, con comida compartida, con regalos pensados y con puertas abiertas, es una manera de desobedecer la barbarie. Es elegir lo humano frente a lo inhumano. Es rebelarse contra la lógica de la muerte.

Este lunes 1 de septiembre cumplí 84 años. (O)