Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha tejido su existencia en torno a un conjunto de reglas que, más que imponer orden, buscan garantizar la convivencia. Las primeras tribus, las polis griegas, los imperios y los Estados modernos son distintos rostros de un mismo impulso ancestral: el de establecer normas que permitan la vida en comunidad. Sin embargo, la complejidad de nuestras sociedades contemporáneas ha hecho que ese tejido social –antes orgánico– se torne rígido, fragmentado y, a veces, incoherente con su propósito original.

Democracia

En la actualidad, en el Ecuador, la posibilidad de un nuevo proceso constituyente vuelve a poner sobre la mesa una pregunta esencial: ¿podrá esta vez la ley reflejar la cultura que aspiramos construir? Más que un simple ejercicio jurídico, una nueva Constitución puede ser la oportunidad de reconciliar nuestras normas con nuestras prácticas cotidianas. Porque las leyes, por sí solas, no bastan; necesitan del compromiso social que les dé vida. El respeto a la ley no nace en los tribunales, sino en los hogares; se aprende cuando los padres enseñan que una fila se respeta, que la palabra tiene valor y que el deber no depende de la vigilancia. Es en esos gestos cotidianos donde comienza –o se fractura– el pacto social. Sin embargo, cuando esas pequeñas normas se desdibujan en la intimidad del hogar, inevitablemente se reflejan en el espacio público, donde la convivencia se vuelve incierta.

Basta con observar el tránsito diario en nuestro país para entender que vivimos en una especie de laboratorio social donde se ensayan, a pequeña escala, los límites de la convivencia. Las calles son el escenario donde la ley se mide menos por lo que dice y más por como la interpretamos. Y los ejemplos sobran: los vehículos sin placas que circulan impunes, los buses que cercan y cierran el paso, las direccionales que –en lugar de anunciar una maniobra– se convierten en la señal para que el conductor de atrás acelere e impida el cambio de carril, o las autoridades que observan todo sin corregir nada. Son gestos mínimos, casi triviales, pero revelan como las normas pierden fuerza cuando el colectivo deja de creer en ellas. El descrédito hacia la ley –esa normalización de la transgresión– es más peligroso que la infracción misma.

¿Qué es la constitución?

Un nuevo proceso constituyente, si llega, podría ser más que un ejercicio jurídico: una oportunidad para reconciliar nuestras leyes con nuestra manera de vivirlas. Porque una Constitución no se limita a lo que se escribe, sino a lo que somos capaces de sostener como sociedad. La justicia, la seguridad y la paz social no nacen únicamente de un texto, sino del compromiso cotidiano con lo que ese texto representa. Las normas pueden cambiar, sí, pero solo tendrán sentido si cambian también nuestras prácticas y nuestra voluntad de cumplirlas. Tal vez esta sea la ocasión de demostrar que la ley no solo se admira, sino que se encarna.

Quizás ha llegado el momento de entender que la verdadera reforma no es solo jurídica, sino cultural, y que ese cambio empieza en nosotros, en la manera en que elegimos vivir la ley cada día. (O)