La derrota del pasado domingo no elimina la capacidad del Ejecutivo para actuar con amplitud: la Constitución vigente concede al presidente facultades administrativas y discrecionales suficientes para diseñar políticas públicas y medidas de seguridad sin necesidad de una nueva norma. Aunque Noboa no haya conseguido una nueva Constitución, muchas herramientas esenciales para gobernar permanecen disponibles dentro del marco legal actual.

Sin embargo, el punto central que suele quedar fuera del debate es más sencillo y profundo: no es la ley la que falla, sino su aplicación. En Ecuador ya existe un conjunto de normas para perseguir el crimen organizado y sancionar la corrupción. El problema es que, sin instituciones capaces de aplicarlas, esas normas se convierten en letra muerta. El problema no es la ley: el problema son los jueces.

La corrupción judicial es un verdadero problema estructural en el Ecuador. No se trata de unos pocos jueces deshonestos, sino de una cultura arraigada en tribunales y fiscalías donde decisiones clave son distorsionadas por presiones, favores, amenazas o pagos. Cuando actores inescrupulosos saben que pueden retrasar procesos, manipular dictámenes o incluso revertir sentencias, el Estado pierde su capacidad real para actuar. Esta captura del sistema judicial está en la raíz de buena parte –si no la mayoría– de los problemas públicos del país.

Frente a este problema estructural, cabe preguntarse si el Gobierno ha actuado con suficiente firmeza. La respuesta, a la luz de los hechos visibles, es que no. Aunque el Ejecutivo ha hecho anuncios y ha expresado una postura pública dura contra la corrupción, los resultados concretos siguen siendo escasos. No hay reformas institucionales profundas, no se observan procesos sostenidos de depuración ni mecanismos sólidos de protección para jueces que sí actúan con independencia. Esa distancia entre el discurso y la acción alimenta la percepción –cada vez más extendida– de que el combate a la impunidad no es una prioridad auténtica.

La consecuencia de este vacío es que el país opera en un terreno donde las reglas dependen del capricho de quienes deben aplicarlas. En estas condiciones, ninguna política pública puede prosperar de verdad, porque toda decisión estratégica queda a merced de un poder judicial impredecible, vulnerable y, en demasiados casos, penetrado por intereses que nada tienen que ver con la justicia.

En última instancia, el futuro del Ecuador no se juega en un nuevo texto constitucional ni en la retórica de la mano dura ni en discursos sobre la modernización del Estado. Se juega en algo mucho más simple: en la capacidad –o incapacidad– de los jueces para aplicar la ley sin venderla, sin torcerla, sin hacerla añicos. Mientras la corrupción judicial siga intacta, el país seguirá atrapado en un ciclo de violencia, impunidad y miseria.

No habrá reforma posible, crecimiento sostenible ni paz duradera. Ecuador no está detenido por falta de normas: está detenido porque quienes deben hacerlas valer han renunciado a su deber. Y mientras esto persista, ninguna victoria política bastará para salvar al país del abismo que tenemos en frente. (O)