Leí con curiosidad la noticia de que Nicolás Maduro había ordenado que se realicen todas las gestiones para el traslado de los restos de Antonio José de Sucre desde Quito hacia Cumaná (Venezuela). “Ojalá pudiéramos rescatarlos y traerlos a Venezuela”, terminó mencionando Maduro. Digo con curiosidad, porque a no ser que el tartufo del gobernante venezolano sueñe con una operación tipo comando para llevarse a la fuerza los restos del Mariscal, es totalmente improbable que cualquier acercamiento del régimen venezolano con el gobierno de Noboa concluya con éxito, pues la animosidad existente entre los mandatarios va mucho más allá de cualquier posibilidad de acuerdo.
Ciertamente, no es la primera vez que Venezuela solicita la devolución de los restos de Sucre, pues ya en el siglo XIX un presidente venezolano envió una comisión a Quito con el encargo específico de repatriar los restos; más recientemente, el propio Maduro se refirió al pedido de devolución de los restos de Sucre cuando afirmó que si el presidente ecuatoriano (Lenín Moreno) odiaba tanto a los venezolanos, era hora de que se devuelvan los restos de Sucre. La historia señala que luego de su asesinato, hecho ocurrido el 4 de junio de 1830 en las montañas de Berruecos (sur de Colombia), se empezaron a tejer una serie de historias y también leyendas respecto del móvil del asesinato, pero el relato de los esfuerzos realizados por su viuda, Mariana Carcelén, en su intento de preservar y luego esconder los restos de Sucre es digno de una extraordinaria historia. Resulta que la viuda recuperó los restos de Sucre, logrando que la comitiva fúnebre los traslade de forma discreta a Quito “dentro de una caja espolvoreada con cal viva”, habiéndolo sepultado en el oratorio de la hacienda de su propiedad.
Poco después se propagó la noticia de que los restos de Sucre se encontraban en Quito y la viuda, doña Mariana Carcelén, aprovechó las circunstancias para cambiar nuevamente el lugar de sepultura de Sucre, específicamente en el Convento del Carmen Bajo, lugar donde fueron enterrados sus huesos con un sigilo total. La viuda se encargó de propagar la noticia de que el lugar de la sepultura había sido en la iglesia de San Francisco, no en el Convento de Carmen Bajo, seguramente ante el temor de un eventual hurto de los restos. Décadas después, la noticia de la real ubicación de los restos de Sucre llegó al presidente Eloy Alfaro, habiéndose dispuesto la apertura del cofre mortuorio en abril del año 1900, habiéndose dispuesto su traslado definitivo a un mausoleo dentro de la Catedral Metropolitana de Quito en junio de ese mismo año. Desde ese entonces, sus restos permanecen en nuestro país como constancia inequívoca del amor que tenía el Mariscal a nuestro suelo.
Cuando Maduro pide que los restos de Sucre retornen a Venezuela ignora el deseo expreso del prócer anotado en una carta del 12 de diciembre de 1825 dirigida al general Trinidad Morán cuando escribió: “Pienso que mis huesos se entierren en el Ecuador o que se tiren dentro del volcán Pichincha”. Más allá de su voluntad, el Mariscal, de estar vivo, hubiese sido el primero en la línea de batalla contra un sátrapa como Maduro. (O)