Tenía siete años de edad y cursaba el primer grado cuando ese viernes 29 de enero de 1960, a primera hora y después de la misa diaria, el Hno. Gabriel José nos reunió a todos los niños de la escuela y pronunció un discurso condenando “el írrito Protocolo de Río de Janeiro”, por el que los peruanos nos habían despojado de medio territorio en 1942. Entonces no entendía de qué se trataba aquello, creía que írrito quería decir ‘lo que causa irritación’, y aprendí que los peruanos son nuestros enemigos. Al mismo tiempo, teníamos clases de catecismo, nos enseñaban que venimos al mundo con “un pecado original”, nos inculcaban el amor y el temor a Dios, y nos prevenían contra “los pecados de la carne” a una edad en la que yo creía que eso se refería a comer carne en Viernes Santo. Es decir, yo había venido al mundo en un país de perdedores, que jamás había jugado un Mundial de fútbol, y marcado por un pecado que no había cometido.

Pertenezco a una de las muchas generaciones de ecuatorianos educados en la lógica de la pérdida y el pecado originales, a los que les enseñaron a dibujar el mapa del Ecuador completo con una línea punteada señalando el Protocolo, interrumpida en la “zona en litigio” por aquel divortium aquarum que nuestros profesores de Historia de Límites se empeñaban en explicarnos sin mucho éxito, al tiempo que nos obligaban a aprender de memoria todo aquello. Imaginábamos que si alguna vez hubo aquí el Reino de Quito y luego una Real Audiencia que llegaba hasta el Brasil y el Amazonas, seríamos una potencia continental si no fuera por ese desmembramiento, y no nos cansábamos de repetir que “el Ecuador es, ha sido y será un país amazónico”. Recién en el año 2000, mientras le ayudaba a mi sobrina Carolina a dibujar el nuevo mapa, advertí que eso había cambiado, gracias a la gesta de nuestras Fuerzas Armadas en el Cenepa cinco años antes, y al Acuerdo de Itamaraty de 1998 que estableció la paz definitiva con el Perú.

Siempre me ha molestado, hasta hoy, que aquel Protocolo se proponga como de “paz, amistad y límites”. Siempre me pareció algo cínico. Pero si ya no tiene sentido seguir llorando por la pérdida, tampoco es motivo de “celebración”, como se le ocurrió a una entusiasta funcionaria de nuestra Cancillería. La generación de mis hijos ya no lo vivió como yo, y mis nietas no pasarán por ese duelo inútil. El enemigo no está afuera sino en el espejo, en nuestras inequidades, en nuestra incapacidad para construir acuerdos que nos permitan trabajar y producir, en nuestra clase política incompetente, en nuestra tolerancia a la corrupción que impregna la vida cotidiana de todos, en nuestra pereza e irresponsabilidad, en la falta de cuidado a nuestros hijos, en nuestra posición victimizada que solo espera reparaciones sin ningún esfuerzo propio, en la delincuencia y el narcotráfico que han sitiado a los ecuatorianos. En estas circunstancias, de aquel Protocolo quizás podamos aprender lo que nos dijo el firmante canciller brasileño Oswaldo Aranha hace 80 años: vayan a hacer país con lo que tienen, en lugar de acomodarse en la queja por lo que han perdido ¿Acaso hemos aprendido esa lección? (O)