La forma, impecable, el mensaje, necesario, la apelación final dotada de la energía, la firmeza, la emoción y la claridad que necesita una sociedad desmotivada y escéptica. Sí, creo que a todos nos sorprendió por su rigor y su oportuna alusión a un país en el que todos soñamos, y al compromiso de trabajar para hacerlo posible.
El discurso, austero como se requería después de años de populismo y demagogia, de palabrería y vituperio, sorprendió por la afirmación del compromiso de su régimen para con la sociedad civil, a fin de rescatar un país dolido, expectante, dividido, que vive entre el miedo y la esperanza.
Ese discurso encapsula ideas, interpreta ilusiones y traduce algunos proyectos, pero es especialmente importante por la circunstancia en que vivimos, por las expectativas que agonizan después de años de indolencia estatal, de bloqueos sistemáticos, de negaciones absurdas, de asambleas que procuraron la venganza, de gobiernos que no vieron más allá del escaso horizonte de sus dirigentes, de políticos que apostaron, no a superar las carencias de sus electores, sino a restaurar el populismo, negar el estado de derecho, e imponer un sistema envenenado por una ideología fracasada.
El discurso constituye la innovación de un estilo de comunicación, y es por eso significativo. Y no debería ceder jamás a la demagogia. Debería ser el vehículo que muestre a la gente la verdad, que elimine toda opacidad, que haga posible entender la dimensión de la circunstancia y de los desafíos. Que sea la herramienta para que veamos cómo se vencen las dificultades, cómo el país, con su Gobierno y la legislatura, supera los enormes retos que están frente a nosotros. Ese discurso ya insinúa otro estilo de democracia
que ojalá nunca caduque: la democracia útil, la del servicio, la de la responsabilidad, la de la solidaridad. La de la verdad.
Es una pieza de literatura política que nos distanció de la vulgata populista, pero es también una afirmación, un mensaje y un compromiso que jamás debería negarse, que nunca debería convertirse solamente en un recuerdo, y que debería ser el diario testimonio de la lealtad con sus electores, de la firmeza en combatir los grandes problemas, y de la tolerancia, cuando sea razonable y democrática, pero también del ejercicio del don de mando dentro de la ley.
Ahora comienza el trabajo para hacer realidad lo que el discurso evoca, para volver a tener un país en el que la seguridad personal y jurídica, la vigencia de la ley, la honradez de los jueces, la integridad de los funcionarios y el ejemplo de gobernantes y legisladores, sean asunto de cada día, y no un episodio intrascendente. El discurso entraña un gran compromiso del Gobierno con la sociedad, porque suscitó en mucha gente la fe que se había perdido. Y eso no se debe defraudar jamás.
Fue una alusión a que aún es posible la grandeza. Pero ella solo será realidad con acciones caracterizadas por la claridad, la integridad, la oportunidad y la honradez. Fue un discurso para la gente. (O)