¿Tenemos el deber de pensar? ¿Nos corresponde, como la otra cara de los derechos, la obligación de entender las complejidades de la democracia, las insuficiencias de la República, las perversiones de la política? ¿Se agota la ciudadanía en el voraz consumo de propaganda y en el ejercicio del electoralismo sentimental?
Al parecer, alguna gente no tiene claro, y muchos no se han planteado siquiera, el deber de pensar, la tarea de reemplazar la condena o el aplauso políticos con el hábito de reflexionar, de hacer de la crítica objetiva una faceta de la relación con el poder.
El electoralismo excluye el deber de pensar, porque apuesta a la reacción primaria, a la impresión que deja en la gente el recurso de la espectacularidad de los candidatos, sus gestos e imprecaciones...
La masificación de la política y la afirmación del populismo han provocado la desnaturalización de la República, a tal punto que la “ciudadanía” se ha reducido a una adhesión primaria y sentimental a los discursos y a las mentiras. Del racionalismo que fundó la democracia moderna –la liberal, por cierto– hemos pasado a un sistema de obediencia a los mandatos del carisma, de sometimiento a un refinado clientelismo en el que la mecánica política se articula en torno a la oferta de felicidad, las obras hipotéticas y las venganzas, prácticas en las que son hábiles los candidatos, los gobernantes y legisladores. Tales usos hacen que prospere la credulidad del público, que raya en el disparate y el sentimentalismo.
El electoralismo excluye el deber de pensar, porque apuesta a la reacción primaria, a la impresión que deja en la gente el recurso de la espectacularidad de los candidatos, sus gestos e imprecaciones, y por cierto, la invención de enemigos y la venta de prosperidades imposibles y de reivindicaciones improbables.
Difícil esto de ejercer el deber de pensar. Difícil incluso proponerlo. Difícil, pero necesario aventurarse a plantearlo, aunque suene como grito en el desierto, porque sin pensar la política, sin cuestionar la función de partidos y movimientos, seguirá creciendo lo que ahora nos agobia: la actividad circense que arranca los aplausos de un público consumidor de sueños de humo.
Hemos abdicado del deber de pensar. ¿Piensan la universidad, los partidos, los académicos, los gremios, los sindicatos? ¿Pensamos nosotros? ¿Se piensa en las redes sociales? ¿Pensamos en el país como concepto, como posibilidad, como certeza, como angustia? ¿Pensamos lo que nos cuentan en entrevistas y discursos?, ¿lo pensamos o son parte del espectáculo?
Se informa y se opina en ejercicio de un derecho cuya legitimidad es incuestionable, pero, me pregunto, además, ¿se piensa? Me planteo esto porque no hay República sin reflexión, porque la República moderna nació del racionalismo. Los derechos humanos prosperaron entre ideas y pese a las ideas contrarias. El Estado de derecho es resultado de reflexiones y debates. La ley se decanta después de una larga reflexión sobre la conducta y el poder. El constitucionalismo es –debe ser– el producto de ideas. La justicia nació de una idea.
Si renunciamos a pensar, si abdicamos de la obligación de reflexionar y nos conducimos por la pasión, la violencia o los dogmas, estaríamos derogando la cultura, la tolerancia y la libertad. (O)