Escuché en un programa de televisión español que “las mamas grandes ya no están de moda”, de tal manera que las que se pusieron prótesis agrandadoras se las hacen extraer y se quedan con su forma original. Impactante noticia, me dije, pensando en todo el aparato participante en ese fenómeno. Desde la cirugía estética hasta el dominio de la mirada exterior sobre buena parte de seres humanos.

La ideal relación de armonía entre cuerpo y psiquis (alma se decía antes) no ha sido tal, más bien, toda una guerra. Es interesante revisar a las culturas antiguas en sus tratos con el cuerpo. Los espartanos adquirían destrezas guerreras con esforzados ejercicios en los que participaban juntos y desnudos, hombres y mujeres. Los romanos eran aseados porque inventaron los baños, donde colectivamente conversaban mientras usaban los espacios de higiene. La Edad Media entró en la pacatería cristiana que distanció a las personas de sus cuerpos, negándolos al agua y al aseo. Luego los siglos fueron creando modelos de belleza, que entre cuerpos y ropajes los hizo erguirse para modelar frente a pintores vistosidad y desaseo.

Desde que el agua corriente llegó a las casas, la historia puede hablar de cuidados corporales que redundan en salud y en los respectivos sentidos de decencia y belleza. La ciencia que nació para ayudar a las deformaciones faciales que dejaron las guerras, en la primera mitad del siglo XX, derivó a un sector cosmético que se propuso prolongar la juventud y corregir lo que había hecho “mal” la naturaleza.

Desde entonces, la intervención humana alarga los años, reinventa la frescura de la piel, aumenta la dimensión de ciertas formas y reduce otras, hasta el punto de seguir “modas” que, a su vez, es un concepto volátil y banal, creado por el mercado. Con razón, la especialidad de cirugía estética es de creciente elección entre médicos jóvenes. Vivimos tiempos en que “arreglarse” cierto rasgo del cuerpo es el regalo de los quince años y basta practicar relativas profesiones públicas para creer que hay que mostrarse “mejorados”.

Debe ser duro, me digo, tener una disgustada relación con nuestra apariencia. O no aceptar serenamente el paso del tiempo. Se irá detrás de los cambios quirúrgicos, que hasta muerte han traído de manos inhábiles. El cuerpo ha sido tan importante como la mente en la vida –sin separarlos, como creen las religiones–, formando una unidad equilibrada, según la carga genética, la alimentación y el movimiento. Si se ha carecido del equilibrio, la mente hace el esfuerzo de encontrar explicaciones y motivaciones suficientes para no padecer de incomodidades psicológicas al darle la cara a los demás.

Con el cuerpo nos expresamos en gestualidad, expresión facial y dinamia física, con él experimentamos el placer y el dolor; la enfermedad lo ataca, la edad lo debilita, los excesos en el comer lo engordan, pero acoger cada posibilidad con estoicismo marca un camino de serenidad, que debe tener claro hasta dónde luchar, cómo armarse para una vida sana y conforme. Cuando nos vamos haciendo mayores, la moda manda poco y la voluntad aprende a buscar un final relativamente bueno. Y si toca tener que arrastrar al cuerpo, más afectado que la psiquis, se lo hace en la medida de que la enciclopedia mental tenga correctos argumentos. (O)