Educación integral para que las niñas, niños y adolescentes garanticen su futuro. Creo fielmente que la educación académica es ineficaz si no va de la mano de educación sexual científica y real. En el país, los jóvenes inician su vida sexual a los 14 años. Por ello, es imperante ampliar el concepto apuntando también a una preparación psicológica y planificación familiar para que los niños que llegan al mundo lo hagan en mejores condiciones y entender la carga económica y anímica que generamos los hijos en las familias, analizando el impacto de una buena crianza al tener educación, salud, nutrición y cariño mínimos de vida digna.

Imaginemos que, en un día en Ecuador, de 100 mujeres que dan a luz, casi 40 de ellas tienen entre los 12 y 19 años. Dentro de esta cifra desgarradora, muchos embarazos provienen de situaciones de violencia sexual y la mayoría de ellas abandonará sus estudios poniendo en riesgo su futuro y el de sus hijos. Muchas posiblemente sean madres una segunda vez en los siguientes 24 meses y tendrán problemas recurrentes sobre la responsabilidad paterna para el cuidado y manutención de los menores.

En un país en el que el empleo informal es de casi el 70 % y 90.000 niños abandonaron la escuela en 2021, entendemos todos los efectos que trae consigo una educación no integral, la maternidad a edades prematuras y lo difícil que es romper este patrón.

Hace poco empecé a analizar que el hecho de que yo esté a punto de graduarme de abogada implicó un esfuerzo inmenso de generaciones que lo lograron y abrieron el camino para garantizar mi educación y la de mi madre, y así poder desarrollar mis capacidades y potenciarlas.

Siendo la mayor de once, mi bisabuela se hizo cargo de todos sus hermanos desde los 17 años. La orfandad nunca ha sido fácil, menos aún a comienzos del siglo XX, cuando las leyes de mayorazgo y otras obstaculizaban el desarrollo de las niñas. “Mamita” terminó la escuela primaria y continuó estudios en corte y confección. Con la costura y su carácter forjado levantó su casa y se aseguró de que todos en casa tuvieran más de lo necesario para vivir.

Se casó y rompió muchos esquemas. De ese matrimonio nació mi abuela, quien, pese a no terminar sus estudios universitarios, siempre trabajó. Se casó con mi abuelo que migró al Ecuador luego de la II Guerra Mundial apenas terminada la escuela y quien se dedicó toda la vida a su oficio. Mi mamá, la tercera y última hija, terminó la universidad cuando yo tenía casi 5 años y trabajó desde los 14, sacrificando sus necesidades propias para que yo, su única hija, pueda hacer lo mismo por mí y por quienes algún día le llamarán “abuela”.

El camino que recorro hoy es gracias a ellos. Puedo vivir a través de sus vidas y por su esfuerzo, incluso cumplir sus metas y anhelos. Honrar lo que hicieron por mí me permite usar mi primer superpoder, estudiar y prepararme. Espero que el ADN venga cargado con la historia y gratitud hacia quienes han sido los encargados de que nuestras historias sean más livianas y nos den consciencia y reciprocidad para trabajar en que esta sea la regla para muchos y no la excepción de unos pocos. (O)