De los cinco significados que consigna el DLE a esta palabra, razono a base del tercero, que menciona la “observancia de leyes y ordenamientos…”, que yo sazono hacia “formuladas por una misma y por el comportamiento social”. Me gusta pensar en la construcción personal que cada individuo levanta sobre basamentos familiares y de su contorno en los momentos en que se propone respeto y eficacia en su conducta.
Si bien admiré la puntualidad de mi padre en todas sus acciones, desde muy temprano me convencí de la conveniencia de tal cualidad, modelada por mi profesión: los estudiantes y maestros nos movemos por horarios expresamente marcados (campana en colegio de monjas, timbre en otras instituciones), so pena de imponer atrasos a los demás. Fui yo, en cambio, la que tuvo que esperar a médicos y odontólogos; a visitas anunciadas o en actos culturales publicitados a determinada hora. Hubo experiencias extremas: la de concordar trayectos al aeropuerto, vuelos, acercamiento a la institución convocante y llegar a tiempo para… esperar a los compañeros de reunión. Así y todo, defiendo a rajatabla la puntualidad y la sigo practicando.
Cuando la memoria tiene preferencias que, obviamente, se ciernen en torno a núcleos de trabajo, más cuando se contraen compromisos profesionales en diferentes instancias, las “nimiedades de la vida cotidiana” se van arrinconando a lugares de menor importancia. Pero en ellos tiene puesto un sinnúmero de datos: cumpleaños de seres queridos, la pieza que hay que cambiar en la casa, la dieta que se está tratando de seguir, los medicamentos de ingestión a determinada hora. Entonces, la agenda o el celular, que con pitidos asesora la cotidianeidad, nos asegura los cumplimientos.
En estos tiempos que lo cuestionan todo (los reels nos reeducan en hasta cómo se debe hervir el agua) nos vemos compelidos a revisar si dormimos lo suficiente, si no estaremos comiendo demasiadas carnes rojas o si tomamos sol durante el tiempo que nutra nuestra piel con la debida vitamina D. En cosas mayores, las obligaciones ciudadanas exigen con severidad nuestra dedicación y dinero a hechos muy claros: el pago de impuestos, la documentación fundamental al día (cédula y certificado de votación, licencia de conducir, pasaporte), el pago de facturas y deudas.
En esta categoría ubico el comportamiento social que raya en lo cívico, porque de ello depende hasta la armonía para circular por las calles: cuán aseado es nuestro paso por la vía pública (tan repulsiva luego de la “intervención” de los chamberos por ella); cuánta observancia tenemos de las leyes de tránsito (oprobiosamente olvidadas en nuestro presente, más que nada por las odiosas motocicletas, principal instrumento para delinquir). ¿Acaso piensa en los vecinos el que hace fiestas bulliciosas, el que vende cualquier producto con megáfono altisonante, el que no recoge las deyecciones de sus mascotas?
La balanza entre la educación familiar y el sentido común, la contribución de ese andamiaje de disciplina personal con conciencia razonadora, parecería ser fácil de inducir. Solo cuando el egoísmo, la arrogancia y la indiferencia forman la baldosa de nuestra individualidad, aparece ese espécimen que, visto en frío, está de más, hace daño, no sirve para una vida cabal. (O)









