Mi alma de ladilla nació conmigo. La escuela, la educación, los libros, la lectura me fascinaron siempre. Papá se dio por vencido y me matriculó en la escuela antes de la edad reglamentaria. Mamá, un poco más incrédula, me mandó a hacer un uniforme de “una telita así nomás”. —Ya verás lo que dura, para qué gastar en casimir, seguramente dijo. Y dicho y hecho, antes de finalizar el primer trimestre, patada a la madre Berthilde mendiante, yo ya había dejado la escuela. Mi abuela me tomó a cargo, me enseñó a leer y yo sentí que, con la experiencia adquirida, estaba lista para abrir mi propia escuela.
No había muñeca que no asistiera a clase, no había niño de la hacienda a quien yo no sentara en un pupitre, impusiera mi férrea disciplina y enseñara a leer. Fue Elvira Achiote, el día que le enseñé la imagen de una vaca y ella al verla afirmó: ¡guagra! quien me enseñó que la labor era bastante más difícil de lo que yo creía. Que ningún improvisado podía ser maestro.
La vida me llevó por otros lares, pero, finalmente, soy #LaProfe como me bautizara Diego Martínez Echeverría, casi desde el primer día del taller de escritura. Como la mayoría de mis #AlumnosFavoritos él empezó durante la pandemia del COVID-19. Empezó sin dejarse ver, con escritos sobre su pasión: el fútbol. Escribía de estadios y de canchas, escribía de dribles y de galletas; escribía de cabezazos y taquitos; escribía de goles y tarjetas rojas. Poco a poco los amigos, el barrio, los viajes, los afectos, los recuerdos, la vida fueron reemplazando los tiros de media cancha y los autogoles. Su voz narrativa se volvió de una belleza nostálgica incomparable.
Joe un día me pidió ir a su casa. Luego de responder a todos aquellos niños rubios y regordetes cómo se dice en español piña, patio, casa, carro, y un conjunto de palabras que apenas caben en mi memoria, pasé a ser uno más del montón. No solo debía entender lo que decían los demás, sino que también debía buscar un espacio en ese mundo que nunca me perteneció.
Economista de profesión y justiciero de vocación, Diego fue uno de los primeros alumnos a quienes vi llorar sin nadita de vergüenza; sin pedir perdón. Las injusticias le sacan lágrimas, escribir sobre las dos mujeres de su vida (Ma. José y Ana) le sacan lágrimas, los olvidos de su madre le sacan lágrimas.
Te propongo que no abandonemos el camino que cada uno escogió. Que me llames —y que yo te llame— cada vez que el alma se arrugue, se espante o se quede quieta ante el agobio y el olvido.
Con tiempo, paciencia y sensibilidad Diego se ha convertido en un escritor de silencios. Cuando viajes, deja la luz prendida, es su primer libro. En sus relatos la poesía llega sin hacerse sentir, pero se adhiere a la piel del lector.
El silencio fue para mí, la única manera de estar; de moverme, camuflado, entre las veredas, entre las esquinas; o, en ese momento, tras las ventanas.
Como todo lo bueno, este libro merece una celebración. Por él y por Diego Martínez brindaremos este sábado 13 de diciembre a las 11:00 en Rayuela. (O)












