Me la regalaron hace poco más de 15 años, como quien da una joya, en el patio de un colegio, rodeada de decenas de jóvenes. Se trataba de una planta de orquídeas, espléndida, llena de flores altivas, orgullosas, de color ciclamen, con pétalos terminados como encaje, algunos pintados de un amarillo rotundo y un perfume que abrazaba con suavidad y delicadeza.
Busqué su rincón ideal. La coloqué en el tronco de una veranera, rodeada de musgo y briznas de coco. Tenía luz, sombra, semisombra, agua suficiente. La mimaba. Esperaba que volviera a florecer. Nada. La cambié de lugar una y otra vez. Finalmente la instalé bajo un árbol de mango. Hicimos varias plantas. Le ponía abono… Pero, por largo tiempo, nada. Ni una flor, ni una promesa. Solo hojas y raíces obstinadas. A veces la miraba con ternura, siempre con esperanza, pero pensé que no nos comprendíamos y le di un ultimátum. Hace 20 días, cansada de su silencio, le hablé. Pero no con dulzura. Le hablé como quien se despide. Si no quería florecer, era como no querer vivir. No podía seguir ocupando un lugar en la casa sin mostrar al menos una intención de belleza. Le di una semana.
Y entonces aparecieron unos estuches largos, finos, morados, que se fueron inflando hasta que estallaron en tres hermosas orquídeas. El perfume embriagador, sutil y persistente parecía querer decir “Aquí estoy”. Ahora que no llueve y un sol de plomo cae sobre el jardín, ella aguanta, no se queja. Como si supiera que su vida es breve pero luminosa. De hecho, sus hijas, tan silenciosas como ella, también parecen despertar y están preparando con esmero sus flores.
En esta ciudad con pocas plantas, igual las encontramos en la calle, en los patios, en macetas, en los parterres. Las vemos crecer sin hacer ruido, como si fueran parte del decorado. Pocas veces nos detenemos a pensarlas como lo que realmente son: seres vivos, sensibles, capaces de percibir y responder. Es más: seres con los que es posible un diálogo. Aunque parezca extraño. Aunque no use palabras.
Los pueblos originarios lo supieron siempre. Para ellos, cada planta tiene un espíritu. No se la arranca ni se la consume sin pedirle permiso. Se dialoga. Se le canta. Se le escucha. No es superstición: es sabiduría. Una sabiduría que la modernidad pisoteó con asfalto, pesticidas y producción acelerada. Porque en este sistema, escuchar no sirve. Solo importa extraer.
En los últimos años, la ciencia –esa que a veces llega tarde a lo que la intuición ya sabía– ha comenzado a estudiar con seriedad la sensibilidad de las plantas. Captan la luz, el sonido, el tacto, los compuestos que liberamos cuando estamos alegres o tensos. Y eso nos lleva a una pregunta incómoda: si las plantas perciben y responden, ¿qué están escuchando de nosotros?
La comunicación con las plantas no tiene que ver con magia ni con supersticiones. Tiene que ver con sensibilidad. Con volver a conectar con una parte nuestra que olvidamos: esa que no necesita hablar para comprender.
Las plantas no necesitan que cambiemos el mundo para ellas. Solo piden que las tratemos como lo que son: seres vivos, sabios, silenciosos. Si aprendemos a escucharlas, tal vez también aprendamos a escucharnos entre nosotros. Y ese, quién sabe, podría ser el comienzo de algo mejor. (O)