Ha pasado un mes desde la muerte del escritor español Javier Marías. Tras este silencio en honor del fallecido, en todo caso, no vamos a hablar de él, sino de su literatura. Desde hace un cuarto de siglo, por lo menos, oía hablar de Marías, pero fue con el florecimiento de internet que empecé a leer sus artículos y opiniones. Me parecieron obvios, cuando no vacíos, nada importante ni memorable. Sin embargo, la fama del escritor crecía, comenzaron a mencionarlo como candidato fuerte al Premio Nobel. Pensé que los escritos cortos no eran lo suyo y que, seguramente, adentrarse en sus libros completos sería diferente. La lectura de una de sus más conocidas novelas no me decepcionó, encontré en ella la misma insipidez vacua que rezumaban las muestras que ya conocía. Su prosa no ofende, pero no es creativa ni innovadora. Y siempre ese afán de aparentar fatiga existencial y de devaluarlo todo, el amor, el sexo, la muerte y el crimen.

Algunos de mis amigos piensan que Marías era un buen escritor, el resto considera que fue un excelso novelista. De sus consejos saqué la conclusión de que no a todos les gusta el mismo libro y lo intenté con otra obra. Me encontré con el mismo personaje, el intelectual o artista, español de media edad, que narra aventuras ordinarias, con tono de quien no quiere la cosa. Una frase suya se ha hecho famosa, no tiene mayor ingenio, pero merece citarse porque es toda una declaración de su actitud literaria y a lo mejor de su actitud vital: “no he querido saber, pero he sabido”. Todo lo trata así, de lejitos, tocándolo apenas con un bastón. Sin compromiso, sin implicarse. Le llegó la muerte al hombre, prematura para lo usual en estos tiempos, y desató una cascada de loas y lamentos. Se le escapó el Nobel, lo tenía en el bolsillo, dicen.

En este mes de silencio leí otra de sus obras. Tiene páginas rescatables, trata temas en los que parece que, pero no, y debe agruparse con el resto. Busqué en la red alguna opinión disonante que concordara con la mía. Nada, todos aman a Javier Marías. Es un imprescindible o, lisa y llanamente, “el mejor escritor en lengua española”. Entre varios cientos hallé un par de cuartillas, escritas por intelectuales díscolos, con cuyas posturas furiosas no me identifiqué. Hasta que di con un texto de un joven escritor que se opone a que le concedan el Premio Nobel de Literatura a su compatriota Camilo José Cela. El disidente, que se llamaba Javier Marías, habla del “monoteísmo literario” de los españoles y se queja de “que lo que resulta más sorprendente —…— es que ese compatriota al que debería premiarse en Suecia sea siempre, invariablemente, indefectiblemente y exclusivamente…” el que era considerado “el mejor escritor español vivo”. Ya mayorcito, el mismo autor despotricaría contra estas “sospechosas unanimidades”. Entonces y ahora, el declarar que no te gusta “nuestro candidato al Nobel” es visto también por estas latitudes como una gravísima deslealtad a nuestra gloriosa lengua. Pero Faulkner, a quien tanto admiraba Marías, dice: “Los que no saben hablar del orgullo, del honor, del dolor, son escritores sin trascendencia y su obra morirá con ellos”. (O)