Cuando el crimen organizado supera ya la capacidad de acción del Estado ocurren hechos tan espeluznantes como los que hemos observado esta semana y que fueron noticia de apertura en todo el mundo: más de un centenar de muertos en una cárcel como la de Guayaquil, con decapitaciones e incineraciones de cuerpos con unos ribetes de crueldad que no dejan de espantarnos.

¿Por qué se permite esto? Gritan muchos. ¿Dónde está el Estado y sus fuerzas del orden? Dicen otros. Pues el Estado está evidentemente en un lugar inferior al crimen, desbordado, y ese crimen tiene el indiscutible rostro del narcotráfico apoderándose de cada espacio que la sociedad le permite tomar. No ocurrió de la noche a la mañana, ni es responsabilidad de las fuerzas del orden, menos aún culpa de un gobierno que acaba de llegar. Lo que vemos con horror ahora en cárceles entre grupos frontalmente identificados con el cartel tal o cual es el resultado de un proceso de deterioro social que empezó hace ya un par de décadas en Ecuador, y que ha tenido periodos donde las condiciones políticas le favorecieron para avanzar con rapidez.

Un país que adoptó como tabla de salvación el dólar como moneda local, con el innegable beneficio que esto trajo a la economía, pero que se sabía desde el primer momento que iba a ser un elemento extremadamente atractivo para quienes lavan el dinero del narcotráfico, más aún siendo vecinos del epicentro de esa actividad de entonces, Colombia.

Un país donde luego se permitieron libres actividades recreativas, sociales y de descanso de líderes guerrilleros, que transitaban con nombres falsos por Quito y utilizaban estas tierras como punto de enlace para quienes se reunían con ellos y que, recordemos, fue como se llegó hasta el campamento del líder de las FARC Raúl Reyes, en la selva ecuatoriana. Esto, mientras ese grupo de insurgentes uniformados se consolidaba como una narcoguerrilla.

Un país donde se expulsó por “dignidad y soberanía” a la Base de Manta, que el mismo país había concedido a los Estados Unidos para que fuera uno de los vértices de un triángulo de control aéreo y marítimo del narcotráfico, junto con bases de El Salvador y las Antillas. Espacio de cooperación que daba sus resultados en un sector donde ahora ha existido resistencia hasta por la colocación de un radar para detectar narcoavionetas que pululan por el Litoral ecuatoriano al usarlo como punto de salida de la droga hacia México.

Este país es el que ve ahora cómo sus cárceles arden en disputas internas, que terminan en masacres, que sus policías y hasta militares no logran controlar. Donde el traslado de los líderes de las facciones carcelarias de esos carteles provoca reacciones como las de esta semana en la Penitenciaría del Litoral, como muchos la conocemos, llámese como se llame ahora.

Ante todo esto, la solución no puede ser solo represiva, nunca estaré de acuerdo con eso. El Estado y el Gobierno actual que lo administra deben empezar el desmontaje de ese proceso con inteligencia y paciencia. La ciudadanía, ayudar con el alejamiento de esa narcorrealidad y mucha paciencia también, para que el remedio no sea más sangriento que la enfermedad. (O)