“Así como el mundo parece estar en hemorragia franca, también lo está la cobertura periodística. Dependemos ahora, y de una forma preocupante, de los YouTube, de los tuits, por medio de los cuales sabemos inmediatamente las cosas. Y muchas veces son los extremistas quienes están emitiendo la noticia”.

La frase no es mía, es del norteamericano John Lee Anderson, uno de los más célebres periodistas de raza aún vigentes, autor de la más respetada, por equilibrada, biografía de Ernesto Che Guevara, el controvertido personaje nacido en Argentina.

Y aunque lo parezca, Anderson no emitió esa frase aquí en el Ecuador, ni tampoco esta semana que termina, cuando se ha discutido con ardor el porqué y para qué de una propuesta de periodismo de opinión que tuvo un fallido salto de las redes digitales a los medios tradicionales, y en particular al que tiene justamente la mayor audiencia en espacios de noticias.

¿Se practica el extremismo en la prensa ecuatoriana? ¿Están reinando los prejuicios al momento de abordar temáticas, especialmente políticas? Ambas hipótesis parecen tener cabida en una actividad contra la que se usó, por casi once años y con acelerador a fondo, esas distorsiones cuasidelictivas en la relación poder-medios. Troles anónimos y públicos; ediciones antojadizas de imágenes, audios y textos; persecuciones judiciales; y, lo peor, el llamado “asesinato del prestigio” se utilizó sin reparo alguno, con la ayuda de varios de los que esta misma semana han estado denunciando “con horror” lo ocurrido en el programa que neonato dejará de ver la luz.

La discusión ha llevado el tema al ámbito del error y a la posibilidad de que se tratase de exceso, y en periodismo independiente se consideran ambas posibilidades admisibles y corregibles, incluso con las leyes, antes que coartar la libertad de expresión.

Absolutamente de acuerdo en lo conceptual. Pero me resulta complicado aceptar que se trate de un error porque fue evidente en el acto en que se lanzaban dardos y se daba un calificativo indeseable al personaje-noticia, que detrás hubo producción, escenografía, tiros de cámara, libreto y guion que descartan la improvisación.

Desde mi punto de vista, es más dable la posibilidad de un exceso, por diversas motivaciones, que hayan creado ceguera momentánea, pero que nunca debió ocurrir en un medio manejado por el Estado, donde, así sea en el clavo con que se sostuvo la escenografía, hay dinero de los contribuyentes, por el que hay que velar.

El filósofo Jean-Paul Sartre decía: “Mi libertad se termina donde empieza la de los demás”, y si lo interpretamos podemos recordar que, dentro del marco social, los derechos de una persona terminan donde empiezan los de otra y viceversa. “¡Dadme un prejuicio y moveré el mundo!”, gritaba el juez instructor de Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez. Y un prejuicio le bastó para sentenciar a muerte a Santiago Nasar, ante la debilidad de los cargos que se le hacían. Que esto no nos pase en la comunicación que, como cree el mismo John Lee Anderson, hoy más que nunca necesita estar ahí, contando la historia, a la velocidad que exige ahora la tormenta digital. (O)