Tarde o temprano los lectores terminan por quitarle la sotana, los santos y la atmósfera de liturgia a la Comedia de Dante, e incluso el adjetivo de Divina, que él nunca le puso. Hacen bien. En realidad, quienes lo leen como un escritor católico se llevan sorpresas por sus giros inauditos. Introduce con tanta fuerza la figura de una mujer como Beatriz sin ningún antecedente histórico, por la sola fuerza sensual con la que Dante se enamoró de ella. En la edición de la Biblioteca de Autores Cristianos una nota a pie de página de la Comedia dice, sin ningún escrúpulo interpretativo, que Beatriz representa la teología. A los papas de su época, Dante los criticó sin piedad. En el canto décimonoveno del Infierno, el de los simoníacos, ubica a Nicolás III, de la familia Orsini, a Bonifacio VIII y a Clemente V. El papa pusilánime del “gran rifiuto” sería Celestino V. La misma condición de “poema sacro” de la Comedia no debería competir con ninguna escritura sagrada, y, sin embargo, lo hace. Aunque aparezcan allí una lista de santos y autoridades, quien guía a Dante es un pagano: Virgilio. Cuando pide inspiración no reza sino que invoca a figuras de la mitología griega como Apolo y las Musas: “O muse, o alto ingegno, or m’aiutate; / o mente che scrivesti ciò ch’io vidi” (oh musas, oh alto ingenio, ayúdenme; oh mente que escribiste lo que yo vi). Este par de versos muestran la velocidad de los giros de Dante. Parece corregirse como si ya dudara de las musas y de inmediato invoca el “alto ingenio”, pero de nuevo se corrige e invoca a la mente. En dos versos pasa de la concepción del don poético revelado a los procesos cognitivos de la exploración. No está pidiendo apoyo ni a Dios ni a nadie de la jerarquía cristiana.

Dante se escapa una y otra vez, como los grandes autores inasibles. No tiene una visión mística. La Divina Comedia es demasiado larga y compleja, como se ha indicado tantas veces. Es posible leerla fuera del campo de la fe, que hoy en día es como leerla sin las notas críticas a pie de página, perdidas o difusas o remotas las referencias de la cultura católica, a la que habría que sumar los vacíos históricos y mitológicos. Dante, en un plano de lectura, exige ese conocimiento. Pero en otro plano no, se basta en su lenguaje. Su manía matemática, o mejor dicho, geométrica: las tres partes con 33 cantos en tercetos encadenados con el acento en la sexta y décima sílaba de cada verso, hace las delicias del grupo de escritores del Oulipo, expertos en constricciones de escritura, empezando por el gran Georges Perec. Justamente ese “freno del arte” resulta ser todo lo contrario de un freno. Más bien la breve cárcel de la forma permitió a Dante expandirse libremente.

Esa obsesión por la escritura se refleja en las distintas obras con las que se aproximó a su gran poema. Mencioné la Vida nueva pero sobre todo habría que observar El Convite, ese extenso ensayo inacabado, también de autoexégesis, donde explica las penurias de su destierro, la figura de Beatriz y repasa las concepciones filosóficas de su tiempo y de la antigüedad. Allí da una pauta decisiva: escribirá en la lengua corriente de su tiempo, y no en latín, como disponía la iglesia para la liturgia y su Biblia (faltaban todavía casi 200 años para la entrada de las vulgatas con Lutero). En El Convite hablará del sentido del amor, del amante de la sabiduría, el filósofo, de ese amor que precisamente mueve el sol y las otras estrellas. Aunque es un libro inacabado, recomiendo leerlo. Permite ver a Dante en proceso de búsqueda. Aunque se tiene una documentación inagotable sobre casi todos los movimientos que dio en su vida, sobre todo su participación política en Florencia, no sabremos con exactitud en qué momento entendió cómo debía escribir la Comedia. Cuando descubrió ese freno del arte de la forma que aplicaría a su libro, todo lo demás podía quedar atrás. Y no solo eso. Su exilio fatídico (nunca pudo volver a Florencia) encontró un contrapeso en esa escritura-morada, esa escritura-refugio en la que se convirtió la Comedia. El mundo, el saber de su tiempo y de la antigüedad, podían caber en esa tríada laberíntica de su obra, allí se podían tocar como cimas y alusiones las escenas decisivas que su memoria arrastraba de sus lecturas y recuerdos de Florencia. Dante nunca es exhaustivo: da un paseo por escenas que apenas duran pocos versos. A Beatriz, la mujer que perdió como perdió a Florencia, podría recuperarla al menos en su libro. Ese mundo disperso, arrasado por las pasiones políticas que lo condenaron, ese mundo que estaba a punto de desaparecer para abrir el camino al Renacimiento, todos esos sueños y delirios y deseos, quedarían atados en la escritura. Precisamente en el Paraíso, en el último canto, asoman unos versos estremecedores que convierten la Comedia en un poema sobre la escritura y los libros. Dice Dante que observaba cómo se internaba en una profundidad, “atado amorosamente en un libro, lo que se esparce por el universo”, y que todo lo que dice “è un semplice lume”, es decir, una sencilla luz. Pocos versos después acaba la Comedia.

Dante escribió su gran obra durante los últimos diecisiete años de su vida. Quisiera imaginar cuándo terminó la última línea, o mejor, la última corrección de una palabra, de una imagen, un giro o una alusión. Cuando terminó, salió a caminar por Ravena para tomar un poco de aire, momentáneamente aliviado de las feroces miserias políticas de su tiempo entre los bandos güelfos y gibelinos que ya nadie recuerda, así como aliviado del exilio y de la irrecuperable Beatriz, luego de fijar los infiernos y paraísos de lo perdido en un manuscrito indestructible que no será tan fugaz como su vida. (O)