Cuando una determinada conducta se repite una y otra vez tendemos a “normalizarla”. Esto ocurre con frecuencia en cualquier entorno social.
Es un proceso de aceptación a algo relativamente nuevo que, en su repetición periódica, hace que nos vayamos acostumbrando a su presencia y terminemos aceptándola. Puede tratarse de conductas toleradas socialmente o no, pero la exposición repetida a ellas anula la percepción crítica. Cuando la conducta en cuestión causa daño o socava principios éticos no debiera considerarse aceptable.
Los escándalos por corrupción son tantos y tan frecuentes que “uno más” parece ser simplemente como si se le trazara una raya más al tigre.
Ya es, además, usual que un caso empiece como una gran noticia y que en el camino se vaya apagando hasta que lo alcance el olvido.
La habituación social a algo amplía su tolerancia.
Lo mismo ocurre en el caso de las sanciones: ya no sorprende que impere la impunidad. La capacidad de asombro y de indignación se va extinguiendo a medida que la corruptela se va haciendo más y más cotidiana.
Los actos de violencia social constituyen otro asunto al que nos hemos ido acostumbrando.
Hace mucho años un hecho de sicariato o de secuestro eran una excepción. Las noticias sobre ellos eran escritas con grandes titulares, que provocaban gran conmoción en la ciudadanía. Nos asustábamos y conversábamos sobre el tema por varios días.
Ahora, un hecho de violencia es solo una noticia más, la leemos y enseguida continuamos con la siguiente. En ocasiones, solo leemos el titular y ya ni nos fijamos en los detalles. Hoy, vivir en paz es la excepción. Nos hemos ido anestesiando.
Nos hemos ido habituando emocionalmente.
En el ámbito profesional sucede algo similar.
Que médicos e internos de un hospital se embriaguen dentro del horario de guardia con la excusa de celebrar el fin de curso no es algo que pueda entenderse como “normal”.
Hay quienes lo justifican porque no es la primera vez que sucede, porque “son muchachos” e, incluso, porque esta vez “se fue de las manos y se hizo público”.
Ni la juventud justifica la imprudencia, ni el hábito borra lo impropio.
Nada exime de la responsabilidad, menos de la responsabilidad profesional.
Una conducta no se vuelve correcta porque es frecuente. Sostener lo contrario trivializa el rol del médico como figura ética y envía un mensaje contradictorio a las nuevas generaciones médicas: que el cuidado de los pacientes está en un segundo plano.
Si no condenamos lo sucedido corremos el peligro de volvernos sus cómplices.
El riesgo de regularizar conductas dañinas o deshonestas es convertir lo indecoroso en decoroso, lo injusto en justo, hasta el punto de perder el respeto por las instituciones.
Esto tiene una enorme repercusión en el bienestar de la sociedad y en el de las siguientes generaciones.
No borremos la línea que separa lo correcto de lo incorrecto en nombre de la costumbre. (O)