No es nuevo, para nadie, que el mundo de lo real puede ser tan o más rico e impresionante que el mundo de la ficción. Esto que digo parece un lugar común y lo es. Pero se lo puede sentir a galope el momento de leer Crónicas salvajes (Dinediciones, 2020), el libro que a finales del año pasado nos regaló el periodista español, radicado en Quito, Miguel Ángel Vicente de Vera. Se lee de un tirón precisamente por esto: pienso que el autor no se ha dado cuenta de que la misma energía enorme que le pone a la vida está en las páginas de sus historias.

En el prólogo ya nos anticipa su visión del mundo: “Desde joven sentí que la vida me decía: ven.” En algún punto de sus viajes, Miguel Ángel adquirió el poder de transmitir la adrenalina por medio del lenguaje. Eso sentí, por ejemplo, en la crónica de narra su ceremonia de ayahuasca en la Amazonía ecuatoriana, en la que una profunda indagación espiritual le explotó en la cara, sin haberla esperado. Del mismo modo, en esa otra aventura, que me llenó de envidia, cuando se adentra en una asociación nudista y termina degustando uno de los platos más célebres de la gastronomía nacional tal y como Dios lo trajo al mundo. Hablando de los temas del cielo, no puedo negar que me aterrorizó la crónica sobre el exorcista de Quito, el guerrero de las tinieblas.

Miguel Ángel es eso: un contador de historias. Para eso ha nacido y a eso se ha dedicado. Y a viajar, porque él no quiere mentir a sus lectores. Prefiere contar todo aquello que vivió en carne propia. Y no siempre encuentra aventuras felices, también narra otras que aluden a lo universal y al sentido de la experiencia común (el reparto de lo sensible, diría el filósofo Jacques Rancière); y es que toda experiencia, generosa o espeluznante, nos transforma y nos define. Borges, de hecho, pensaba que existen cuatro grandes temas en la literatura y en el arte y que los mismos se han tratado de diversos modos a lo largo de los siglos: el amor, la muerte, los viajes y los laberintos. En el libro de Miguel Ángel los cuatro tópicos están presentes.

No puedo dejar de recomendar la crónica en la que narra su odisea a la Polinesia, desde una pequeña embarcación que zarpó desde las Galápagos y que lo tuvo, encerrado con su amada y consigo mismo, en un camarote diminuto, sólo con la ilusión de ver los paisajes que vieron, hace más de un siglo, los ojos de Paul Gauguin. En muchos sentidos esa crónica es ya la madurez, no sólo de la escritura, sino del alma reposada de quien escribe sabiendo que escribir es perder. No se recuperan ni las imágenes, ni las palabras, ni el sentido del tiempo. Tampoco los afectos, los días que se perdieron, las nostalgias. Y así como se pierde, se gana. Esas heridas de guerra son pruebas irrefutables de que cada instante fue vivido intensamente.

Quisiera recomendar otras crónicas que me fascinaron, pero ya no hay tiempo. Mejor será que los lectores accedan a este libro y se deleiten con las historias que, como una ofrenda, nos obsequia Miguel Ángel. Sólo quiero decir que la primera crónica del libro se me ha convertido en mantra. Se llama “El hombre que quiso acariciar el sol”. Y es un milagro. Esta crónica es un milagro. Se trata del ascenso al punto más cercano al sol de la tierra, siguiendo, como dijo Bolívar, “las huellas de Humboldt, empañando los cristales eternos que circuyen el Chimborazo”. Por siglos, considerado el cerro más alto del planeta. El Apu supremo del Ecuador. La chacana de los pueblos andinos. La montaña mágica de Mircea Eliade. Uno de los paraísos conquistados que Iván Vallejo guarda en su memoria. La cumbre insólita y cristalina que Miguel Ángel alcanzó a sangre y fuego, con el cuerpo y el espíritu al límite, como se asciende y se desciende en las cimas de la misma existencia humana. Pienso, escritor Miguel Ángel Vicente de Vera, que no tan desgastado y destrozado como te imaginaste, te has hecho ya merecedor de que tus lectores te digamos: ¡Uf! ¡Vaya viajecito! Llévanos, por favor, otra vez tan lejos.