El Municipio de Guayaquil y su Unidad Coordinadora Histórica y Cultural expidió partida de nacimiento el 15 de julio del presente año a una hazaña editorial de gran trascendencia. Desde ese día tengo en mi poder 74 ejemplares —entre libros y folletos— de impresos que nos retrotraen a autores guayaquileños que, según dijo el Arq. Melvin Hoyos la tarde de la presentación, desde 1860 han publicado obras que ilustran los pasos de la intelectualidad de nuestra ciudad.

Celebrar fechas señeras con publicaciones de libros es una buena costumbre de sociedades ilustradas. Entiendo que los ingenios que se movieron para elegir y movilizar toda la maquinaria que supone la colección participan de la valoración al libro y rescatan, a conciencia, nombres de escritores y obras de difícil consecución. Confieso que, la misma noche en que fui repasando todos los títulos y maravillándome por todo cuanto desconocía, leí de un tirón la novela Titania (1895), de don Alfredo Baquerizo Moreno, expresidente del país y preclaro intelectual de su época. Yo había repetido ese nombre durante décadas de docencia universitaria sin jamás haberla leído, porque nunca tuve acceso a un ejemplar. La novelita corta es una deliciosa muestra de un romanticismo tardío, humorístico y simbólico, en cuya historia se mezclan los personajes de nombres shakespearianos para criticar pasiones desordenadas, pero dentro del marco de una Guayaquil cruzada por ramales del Estero Salado y que asciende a paso lento al cerro Santa Ana.

La colección ostenta impresos con portadas en tres colores para distinguir sus contenidos: el azul para piezas históricas de gran envergadura, en las que se codean el virrey del Perú, Camilo Destruge, Elías Muñoz Vicuña y Benjamín Rosales; muchas firmas convergen sobre la figura y la actuación de Olmedo, desde Pablo Herrera a Luis Noboa Icaza. El color verde combina libros clásicos de la literatura ecuatoriana como Los Sangurimas, de José de la Cuadra, y Rayos catódicos y fuegos fatuos, de José Antonio Campos, junto a piezas de investigación que deben hacer fiesta bajo los ojos de los especialistas, como el Índice de los documentos oficiales del señor don Vicente Rocafuerte y de los que justifican su elevada política, de Pedro Fermín Cevallos.

Los tomos y folletos en color café están dedicados a selectos brotes diversos —diarios de viaje, poesía, monólogos— entre los cuales me han impresionado los títulos de los hermanos Gallegos Naranjo: Emilio, Manuel y Enrique, prolíficos en poesía y teatro (y nadie puede olvidar que Manuel es el autor visionario de Guayaquil, novela fantástica, de 1901, auténtica literatura de anticipación). Los tres fueron tíos de quien sería el escritor más grande de la familia: Joaquín Gallegos Lara.

Las escritoras incluidas son escasas: la poesía de Eugenia Larriva de Llona, destacada peruana y esposa de nuestro poeta coronado Numa Pompilio Llona; unas prosas contestatarias de Marieta de Veintimilla y una antología de poemas de María Piedad Castillo de Levi. Me han hecho falta los cuentos de Elisa Ayala González, pionera en la narrativa breve y adelantada en temas del montubio.

Me quedo corta en la tarea de describir la colección y exaltar su valor. Ya algunos interesados me preguntan cómo conseguirla y no sé cómo responder. Yo digo gracias y me regodeo en que tengo lectura para rato. (O)