La historia democrática del país ha estado marcada por grandes y desmedidos desencuentros políticos entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, siendo innumerables los ejemplos en los cuales los intereses partidistas, la ausencia de un proyecto nacional y las falencias de las estructuras partidistas, pusieron en alto riesgo la estabilidad democrática. En la mayoría de ocasiones, ese trajinar trajo consigo un fuerte desgaste de la credibilidad institucional, aún más cuando el Ejecutivo y el Legislativo se proclamaban como representantes verdaderos de la voluntad ciudadana. Como consecuencia de dicha realidad histórica, se han sugerido a lo largo de los años variadas opciones, la mayoría de ellas estériles, debido a las omisiones estructurales de nuestra forma de entender y practicar la política.

En ese contexto en el año 2008, la Asamblea Constituyente reunida en Montecristi incorporó la figura de la muerte cruzada, sin antecedentes previos en la normativa constitucional ecuatoriana. La intención de la muerte cruzada, según sus precursores, era la de crear una alternativa adecuada a la tradicional pugna de poderes, a través de un sistema sui géneris, “estructurado con importantes variantes constitucionales que lo separan del canon tradicionalmente atribuido a esta forma de gobierno”. Un interesante trabajo de maestría presentado en un centro universitario, advierte que ningún otro país en el mundo establece en su Constitución una modalidad análoga a la muerte cruzada, “en el que siendo un sistema presidencialista, el titular de la Función Ejecutiva tiene la facultad de disolver el Legislativo, facultad que, en abstracto, puede ser también usada por la Asamblea Nacional en contra del presidente de la República”.

Ahora bien, en momentos en que se analiza la aplicación de la muerte cruzada por parte del actual gobierno, podría el país reconocer y cuestionar la eficiencia práctica de dicha institución por primera vez en su vida democrática, pudiendo asegurar que el proceso estaría acompañado de latente tensión e incertidumbre, razón por la cual se debe colegir que si el país llega a esa situación extrema (que lo es), debe conocer con certeza que no se trata de un capricho o arrebato del mandatario, sino esencialmente la necesidad de utilizar un mecanismo constitucional que evite el bloqueo y chantaje sistemático por parte de la Asamblea, que es en realidad lo que ha venido sucediendo en los últimos meses, más allá de que también se ponga en entredicho la habilidad negociadora del régimen.

¿Podría llegar la muerte cruzada a convertirse en un remedio peor que la enfermedad, conociendo las debilidades de nuestra convivencia democrática? En realidad, no hay certeza sino especulación pura, toda vez que el país podría ingresar a una etapa política de óptima depuración, pero quién sabe, también de turbulencia, especialmente si la muerte cruzada se convierte en elemento de desestabilización antes que de distensión de situaciones extremas. ¿Debe recorrer el país ese camino ignoto?: creo que resulta preferible agotar cualquier otra vía constitucional, antes que llegar a la muerte cruzada. (O)