En esta semana, una mujer no llegó a su destino. Era muy temprano en la mañana, lloviznaba, algo pasó, todo sucedió muy rápido, un golpe fuerte, su carro con ella dentro se estrelló contra una superficie, sus cosas volaron por la ventana y quedaron esparcidas sobre la calzada mojada: un cargador de celular, una bolsa con maquillaje y un recipiente con su almuerzo como testigos silenciosos de una voz que se extinguió. Leí esa noticia y las imágenes mentales me hicieron preguntarme ¿se habrá despedido de su familia antes de salir de casa?, ¿le habrá quedado algo pendiente por decir? Una vida que se apaga abruptamente siempre involucra sueños truncados, encuentros pendientes, palabras que flotarán en el aire sin que nadie las pueda escuchar. Este fin de semana recordamos a nuestros difuntos, a los que se marcharon sin irse, porque estoy convencida de que uno muere solo cuando es olvidado.
Sin embargo, vuelvo a pensar en esa muchacha que preparó ese repostero con comida que nadie comerá, me la imagino pensando cuidadosamente la elección de sus alimentos de la misma forma que mis hijas hacen cuando preparan por las noches su almuerzo para el día siguiente, imagino también la precaución de guardar un cargador de celular para poder estar conectada con la gente que ama a pesar del paso del tiempo que podía consumir la batería de su celular. Recuerdo cuando no era madre y solo era hija, la poca importancia que le daba a la preocupación de mi madre cada vez que salía, siempre pensé que ella exageraba y ahora soy igual de “exagerada”. Pienso en esa madre y su tristeza que quisiera consolar con palabras que abracen, pero no hay ese tipo de palabras para una pérdida tan terrible que ni siquiera tiene nombre dentro de la gama inmensa de palabras que tiene nuestro lenguaje.
De esta manera, vuelve con más fuerza mi teoría de que hemos venido a este mundo para aprender, pero este aprendizaje varía según cada persona y durante este proceso que puede durar muchos años o no, es necesario aprender a decir lo que sentimos y vivir sin acumular pendientes. El amor debe ser el motor y la felicidad el combustible, pero no me refiero solo al amor de pareja, sino al amor por nuestra familia ya sea de sangre o esa familia que llega como regalo de la vida, también, el que viene del agradecimiento a Dios o la entidad superior en la que creamos que nos regala la oportunidad de poder respirar un día más, pero fundamentalmente, aprender que la verdadera felicidad está en la sencillez que viene de la cotidianidad.
Finalmente, creo que cuando somos muy jóvenes, pensamos en la muerte como una estación lejana, pero cuando empezamos a ser parte del otoño, reconocemos que no podemos desperdiciar ningún minuto y tenemos claro que antes de que caiga la última hoja, es importante cumplir nuestros sueños, pero primordialmente, comprendemos que debemos aprender a hablar sin guardarnos nada, amar con intensidad y buscar ser felices con las herramientas que tengamos y en las circunstancias que vivamos, como decía Frida Kahlo: “A veces hay que seguir, como si nada, como si nadie, como si nunca”, porque cada momento cuenta. (O)










