A juicio de algunos analistas, el boicot diplomático a los Juegos Olímpicos de Pekín por parte de los Estados Unidos, el Reino Unido y otros países podría ser un alarmante síntoma de que las relaciones internacionales se han vuelto más convulsas. Por ello debemos preguntarnos si es preocupante que las principales potencias políticas del mundo no puedan congregarse en un evento deportivo sin que medie un alto grado de controversia y si la comunidad internacional se halla inmersa en una espiral negativa que nos aboca irremediablemente a más y más conflictos y tensiones en el futuro.

En realidad, la historia está trufada de boicots a competiciones deportivas internacionales que se remontan casi al propio origen del movimiento olímpico moderno. Como señaló recientemente el reconocido historiador del deporte David Goldblatt, el primer boicot olímpico tuvo lugar en 1906 y lo llevó a cabo el fundador de los juegos modernos, Pierre de Coubertin. Tras acoger su primera edición en 1896, Grecia aspiraba a ser la sede permanente de las Olimpíadas, mientras que Coubertin, con vistas a reforzar el carácter internacional del acontecimiento, creía que debían celebrarse en una ciudad diferente cada cuatro años. Cuando los griegos organizaron sus segundos juegos en 1906 en contra de los deseos de su fundador recibieron el respaldo de muchos miembros del Comité Olímpico Internacional (COI), si bien Coubertin se negó a asistir como señal de protesta.

Otro ejemplo interesante es el boicot de Indonesia y China a los Juegos Olímpicos de Tokio 1964. Ambos reprocharon al movimiento olímpico su carácter esencialmente político y su parcialidad contra los países emergentes. Así, a modo de alternativa, Indonesia organizó en 1963 una nueva competición deportiva internacional, los Juegos de las Nuevas Fuerzas Emergentes, que copiaba deliberadamente a los Juegos Olímpicos en muchos aspectos, incluidos el relevo de antorchas y las ceremonias de apertura y clausura. Con todo, el evento pretendía revestirse de una mayor trascendencia al incluir un rally, una exposición artística de los países participantes y otros actos culturales. La convocatoria tuvo cierto éxito, ya que participaron cincuenta países, aunque la mayoría no envió a sus mejores deportistas porque todos los que competían en el evento quedaban excluidos de los Juegos Olímpicos.

La Sudáfrica del apartheid sembró de polémica y división el mundo del deporte cuando, a principios de los sesenta, su Gobierno quiso enviar una delegación formada únicamente por blancos a las Olimpíadas, pese a que estos solo representaban el 20 % de su población. Sin embargo, el COI vetó a Sudáfrica por violar flagrantemente la prohibición de discriminación racial en el deporte que consagra su estatuto. En 1968, el país cambió de actitud y se comprometió a enviar un equipo multirracial a la edición que se celebraría en Ciudad de México ese año. El COI lo invitó a asistir a pesar de la persistencia del racismo en el deporte sudafricano, conque cuarenta países anunciaron su boicot a los juegos si se le permitía competir. Por ello el COI expulsó a Sudáfrica, que no volvería a participar hasta el fin del apartheid a principios de los años noventa.

En un estudio de 2011 sobre las protestas olímpicas, los politólogos M. Patrick Cottrell y Travis Nelson identificaron quince movimientos de boicot olímpico entre 1920 y 2008 en que unos setenta países se negaron a asistir a la competición. Dos de los argumentos más comunes eran los desacuerdos con la nación anfitriona y el enfado ante la presencia de algunos países como Sudáfrica, China y Taiwán. También en una ocasión Irlanda ejerció el boicot por una controversia relacionada con la elección de los deportistas y otras dos en que Taiwán se negó a enviar atletas al no permitírsele autodenominarse «República de China».

Tal vez el caso más famoso no fuera un boicot real, sino un debate muy acalorado sobre el país organizador. En 1936, cuando Hitler celebró los Juegos Olímpicos de Berlín en plena ola de indignación por sus políticas internas discriminatorias, muchos grupos judíos y críticos con los nazis presionaron en favor del boicot. En los Estados Unidos el mensaje adquirió tintes graves, pero, tras un largo debate y un viaje de observación a Berlín del jefe del Comité Olímpico Estadounidense, Avery Brundage, el país se avino a participar.

Como resultado, Hitler cosechó una enorme victoria propagandística. Gracias a su tamaño y cobertura mediática, los juegos se volvieron muy populares entre la juventud alemana. Alemania asimismo arrasó en el medallero —pese al triunfo de Jesse Owens—, lo que alimentó las delirantes afirmaciones sobre superioridad racial del führer. También permitió al país organizador proyectar una (falsa) imagen positiva frente a la comunidad internacional, la de un país con un gobierno moderno y progresista.

El único país que oficialmente emprendió el boicot fue España, entonces en manos de un Gobierno republicano que, por su parte, intentó organizar su propio torneo internacional en Barcelona, la Olimpíada Popular, pero fue descartado en cuanto estalló la Guerra Civil un día antes de la fecha de inicio prevista.

En 1980, cuando los Estados Unidos intentaron lo contrario al boicotear los Juegos Olímpicos de Moscú tras la invasión soviética de Afganistán en 1979, alrededor de sesenta países se sumaron al bloqueo. A juicio del presidente Carter y otros mandatarios, la acción del Ejército soviético constituía una atroz violación de los derechos humanos y el derecho internacional, insistiendo en que los juegos debían ser boicoteados a menos que la URSS retirara sus tropas de Afganistán.

Los soviéticos, lejos de retirarse, siguieron ocupando el país asiático hasta 1989. De hecho, el boicot se recuerda a menudo en Occidente como una acción que logró poco a costa de arruinar los sueños de muchos deportistas. Sin duda los soviéticos se tomaron el boicot como un insulto, llegando a afirmar que la verdadera razón no era la guerra en Afganistán, sino el deseo del Gobierno de Carter de apaciguar a grupos internos en el país y su falta de voluntad respecto a que los soviéticos organizaran unos Juegos Olímpicos de éxito.

En Moscú 1980 los soviéticos se destacaron con casi el 40 % de las medallas de oro. De hecho, la ausencia de Estados Unidos como posible competidor pudo haber aumentado la capacidad de la URSS para utilizar los juegos con fines propagandísticos.

Ambos ejemplos ilustran el precio que un país puede pagar tanto por boicotear como por no boicotear los Juegos Olímpicos por razones políticas: o bien se arriesga a legitimar un régimen político opresor o bien a provocar una reacción de ese país al tiempo que priva a sus atletas de la oportunidad única de competir en el mejor escenario posible. En resumen, la medida de boicotear o no las Olimpíadas en un país autoritario no puede tomarse a la ligera.

En nuestra investigación analizamos los casos en que las organizaciones deportivas internacionales vetaron un país como incentivo para modificar su política, en concreto cuando se prohibió su participación en los Juegos Olímpicos o en torneos de fútbol mundiales.

Las conclusiones sugieren que castigar a los países en el ámbito deportivo puede forzarles a cambiar su comportamiento, pero solo en cuestiones relacionadas con la gobernanza de la materia. Por ejemplo, las sanciones deportivas han puesto fin a la injerencia indebida del Gobierno en las instituciones deportivas nacionales cuando persuadieron al ejecutivo sudafricano de «desegregar» las ligas deportivas o a la hora de reducir los obstáculos en la participación de la mujer en el deporte.

Por otro lado, más allá de la gobernanza deportiva, no es probable que las sanciones deportivas modifiquen la actitud de un país respecto a, por ejemplo, abandonar una ocupación militar o democratizar su régimen político. Esta lección se puso de relieve en Moscú 1980, aparte de que otros ejemplos como los de Rodesia y Sudáfrica revelan la escasa fuerza de las sanciones deportivas para lograr objetivos políticos generales que trasciendan el deporte.

Cabe destacar asimismo que las sanciones y los boicots pueden marcarse objetivos más allá de la mera aquiescencia del país objetivo, llegando a negar la legitimidad de un Gobierno y limitar su capacidad para aprovechar el acontecimiento con fines propagandísticos. También sirven para disuadir a otros países de incurrir en el mismo comportamiento en el futuro al demostrar que esas acciones pueden acarrear un coste. Por ejemplo, tras vetar a Afganistán de los juegos de 2000 por no permitir la presencia de mujeres en su delegación, Arabia Saudí empezó a facilitar el acceso de la población femenina al deporte. Por tanto, el hecho de que el Gobierno objetivo se resistiera al cambio no implica que el castigo no fuera eficaz.

En cuanto a los Juegos Olímpicos de Pekín 2022, el boicot se refiere a cuestiones ajenas a la gobernanza deportiva, como es el trato a un grupo étnico minoritario. La investigación apunta a la escasa probabilidad de que en este caso un boicot total obligara al Gobierno objetivo a cambiar de actitud. Por tanto, aquí la medición del «éxito» seguramente dependa más de cómo se defina dicha palabra que del efecto real del boicot en el comportamiento del Gobierno objetivo. Así como el legado de unos Juegos Olímpicos se evalúa años después, lo mismo puede ocurrir con el legado de los boicots. (O)

* Andrew Bertoli: Assistant Professor, IE School of Global and Public AffairsThandiwe Keet: Research Assistant, IE School of Global and Public AffairsAleksandra Smajevic: Research Assistant, IE School of Global and Public Affairs

* Este artículo fue publicado originalmente en IE Insights