Una pieza jurídica mal hecha es un arma potencialmente peligrosa. Esa pieza en manos de una mente totalitaria deja de ser potencial y se hace efectivo su poder destructivo. Es lo que ocurrió cuando Leonidas Iza encontró en el mamotreto constitucional el instrumento ideal para ir avanzando en su proyecto autoritario. Aprovechando las oscuridades e indefiniciones de la disposición sobre la mal llamada “justicia indígena” y dando rienda suelta a su vocación despótica, intentó erigirse en fiscal, juez, gendarme y guía-timonel de los asambleístas de Pachakutik. Ciertamente, no cabe descartar que, además de la oscuridad del texto constitucional y de la motivación personal, hubo también una buena dosis de ignorancia. El objetivo era someter a los asambleístas de ese partido a los designios de la Conaie, lo que, en las condiciones actuales, significa la voluntad omnímoda de su presidente, es decir, el señor Iza. Todo ello estuvo asentado en algunas barrabasadas.

La primera de estas es suponer que unos funcionarios elegidos por la voluntad popular deben someterse a lo que establezca un individuo o una organización social o incluso un sector de la población. Un principio básico del régimen representativo establece que los legisladores, independientemente de su filiación política y del lugar en que fueron elegidos, representan a la nación. Con ello se evita que los intereses particulares o sectoriales estén representados directamente y se busca impedir que se imponga la voluntad de los más poderosos. Cabría preguntarse qué opinaría Iza si un grupo empresarial llamara a quienes considere sus representantes para darles órdenes y aplicarles algún tipo de castigo (seguramente dirá que no tiene necesidad, porque es el capitalismo, la burguesía, la oligarquía o más tonteras sacadas de un marxismo de manual y además mal digerido).

La segunda barrabasada está en la interpretación que Iza y otras personas dan a la disposición constitucional sobre la justicia indígena. Sostienen que se trata de un derecho paralelo al que denominan ordinario, lo que constituye no solamente un sinsentido en un Estado unitario, sino también una falsedad histórica, ya que jamás existió algo que se asemeje a un cuerpo estructurado de principios, normas e instituciones que lo definan como un todo integral, que es lo que se entiende por derecho. Claro que la propia Constitución abre la puerta a esa interpretación cuando establece (en el artículo 171) que “las autoridades de las comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas ejercerán funciones jurisdiccionales con base en sus tradiciones ancestrales y su derecho propio”, dando por supuesto que existe este último. En ese aspecto, la Constitución de 1998 era más clara cuando limitaba esas funciones jurisdiccionales a la administración de justicia (no a una justicia paralela) “de conformidad con sus costumbres o derecho consuetudinario” (artículo 191). Hasta los más legos podemos entender la diferencia entre administrar la justicia (la única existente) y ejercer funciones jurisdiccionales, y sabemos que derecho consuetudinario no es sinónimo de derecho como cuerpo normativo.

La tercera barrabasada es que incluso ese atentado al idioma que es el texto constitucional limita esas funciones a “su ámbito territorial” y exclusivamente “para la solución de sus conflictos internos”. Pueden aplicarse en donde se producen los hechos, vale decir, en las comunidades. La visión totalitaria y la ignorancia quisieron convertir a la Asamblea en una comunidad. (O)