Nací en una ciudad con río, campanas y viento helado. Una ciudad pequeña donde un día empezaron las despedidas. Todo estaba perfectamente empacado, personalmente me encargué de escribir (con una reconocible letra patoja) dos palabras: ‘Frágil’ ‘Muñecas’. No sé si quienes acomodaban las casas sabrían el significado de esa palabra que yo acababa de aprender: frágil.

Todo parecía estar listo hasta que mamá dijo que había que despedirse. Subimos al pequeño Volskswagen escarabajo color celeste y fuimos de casa en casa. Pasamos por lo que yo consideraba un diminuto palacio: la casa de la tía Amelita Maldonado, la de los tapetes de lino y el busto de Eloy Alfaro; fuimos adonde la tía Rosarito Terán, adonde la abuela, la Beatricita Maldonado, los Lluchos Pazmiño, el tío Jorge y el tío Jorgecito. Entramos a las casas de los Salgado, los Iturralde, los Sandoval, los García, los Egas… Creo que no quedó un solo tío abuelo, amigo o pariente sin el abrazo de despedida de papá y mamá, sin sus lágrimas emocionadas y las mías desconcertadas. No sabía por qué lloraba, solo sabía que debía hacerlo. Que las despedidas dolían y que nos empujaban hacia una angustia que yo acababa de estrenar.

Desde aquel lejano julio de 1966 en que nos mudamos a Quito supe que no me gustaban las despedidas, porque, a pesar de la ilusión de lo venidero, en ellas había que llorar. Y claro, hasta hoy lloro muy bien, parece que sigo de memoria y al pie de la letra las hermosas “Instrucciones para llorar” de Julio Cortázar.

Hace tan solo tres días, que pesan como tres lustros, en el aeropuerto de Chicago me despedí de mi nieto #Yoursokiú. Sus ojos de dibujo animado chino lloraban más que los míos, sentir que a su edad ya conoce el significado de distancia, despedida y lejanía me arruga el corazón, pero insisto en soñar con el reencuentro. “Nos vemos en Navidad” le digo gimiendo. “Sí, agüella en Navidaaar”, responde él en su pinche lengua de eres pronunciadas a lo gringo. Lloro, lloramos.

Salimos Santi y yo del perfecto aeropuerto de O’ Hare donde reinan el orden, la limpieza, la puntualidad.

Hacemos escala en Miami, la bulla y la cantidad de gente se vuelve inquietante, pero sin abandonar su dejo de perfección. De golpe como en una pesadilla de Luna llena, llegamos a la sala de preembarque D34. Sin anestesia nos sumergimos en lo nacional: desorden, suciedad, quemeimportismo, sordera. Somos fácil y tristemente reconocibles, pienso. Gente joven y robusta (cuya única incapacidad es pensar) ocupa los asientos asignados para quienes realmente necesitan asistencia. Los restos de lo que han comido y bebido tirados en el piso son parte del paisaje; maletas, tulas, bolsas, mochilas cortan el paso. El desorden y la suciedad han conquistado la sala, Ecuador ha colonizado la D34, la ha hecho suya, a su imagen y semejanza.

Por el altoparlante llaman a embarcar las primeras filas. Como un tropel de caballos desbocados casi todos se levantan. Llevamos el país a cuestas, pienso.

Atropelladamente me siento. Pienso en la madre de María Belén Bernal. Mi fútil tristeza se encoge, desaparece, se vuelve ira, bronca, indignación. (O)