Quería encontrar la palabra que defina algo que se destruye a sí mismo, con la posibilidad de renacer o desaparecer. Y recordé el término por el cual el cuerpo sigue un proceso que descompone y destruye elementos dañados de la célula, que pueden mejorar la vida de la persona o, al revés, volverla vulnerable a múltiples enfermedades y conducirla a la muerte.
Como país estamos en autofagia. Ecuador vive hoy en un desconcierto que ya no sorprende. El miedo se mezcla con la desconfianza, la violencia con la incertidumbre. No solo nos duele el sonido de las balas en las calles, sino el ruido sordo del desorden en las instituciones que deberían sostenernos.
Un día la Corte Constitucional dice una cosa y al siguiente otra, como si la justicia fuera un espejo que refleja lo que conviene según el rostro que la mire. El presidente promete orden mientras el tablero político se desarma a cada jugada. El movimiento indígena, tantas veces fuerza moral y de resistencia, aparece dividido, atrapado entre luchas legítimas y cálculos de poder. Unos llaman infames a los indígenas, y sus dirigentes idiotas a los que viven en las ciudades.
La institucionalidad en Ecuador se volvió frágil como un vidrio agrietado: cualquier presión basta para que se quiebre. Las decisiones no parecen nacer de la ley, sino de la conveniencia del momento. Cambian las reglas como se cambia de camiseta, y el ciudadano de a pie, ya golpeado por la violencia, se queda sin suelo donde apoyarse. Y todos tienen razón. Cuando se toman decisiones que no se consultaron ni prepararon, los estallidos son previsibles.
Si se encarece la vida diaria; si las frutas se pudren si no hay quien las compre; si es una angustia no saber si habrá comida mañana; si se benefician del subsidio los narcos y contrabandistas; si hay que defender el agua y la naturaleza; si el país necesita recursos. Si los militares y policías van a las carreteras, en las cárceles hay masacres. Si hacen lo contrario, en los barrios hay vandalismo. Todos contra todos parece ser el lema. En las pantallas, imágenes, rumores, sonidos siembran miedo y desasosiego. La política se convirtió en una telenovela interminable, con capítulos de intrigas, traiciones y alianzas fugaces, mientras el país real –el que madruga, el que trabaja, el que entierra a sus muertos– espera respuestas que nunca llegan.
Y así vivimos una guerra, aunque no disparemos balas ni lancemos piedras.
Pero, aun en medio de este caos, la vida insiste. El reto es no acostumbrarnos a que todo sea confusión. No aceptar que la justicia sea caprichosa ni que la política se reduzca a un espectáculo. La violencia y la corrupción nos hieren, sí, pero el desorden institucional nos deja sin brújula. Y un país sin brújula está condenado a caminar en círculos.
Hoy necesitamos recuperar certezas básicas: que la ley valga más que la persona que la interpreta, que los acuerdos duren más que un titular, que el poder sirva al bien común y no al beneficio de unos pocos. Eso no depende solo de quienes gobiernan: también de la sociedad, que aprende a hablar de nosotros, respeta y comprende la amalgama de diferencias que la construyen y opta por la equidad que permita a todos vivir con dignidad.
Ecuador está herido, pero no vencido. (O)