Siento tanto horror por las escenas cinematográficas sangrientas que me ha dado por investigar desde cuándo la humanidad puso su confianza en los instrumentos de destrucción. Hay tal regodeo en lo que hoy se llama cine gore que la mirada general se ha ido insensibilizando frente al exceso de sangre y de crueldad. La literatura no se queda atrás, pero la palabra tiene un efecto más lento y depurado en materia de impactos emocionales.

Sale natural comprender que los primeros habitantes usaron armas para cazar y defenderse de depredadores, que palos con puntas de piedra dieron lugar a garrotes y mazas y que el fino límite entre defensa y ataque puso ansias conquistadoras en la expansión territorial inicial. El paso hacia lanzas, cuchillos y espadas se puede hacer con el descubrimiento de los metales: legiones de soldados armados y con petos y escudos de cuero buscarán imponerse sobre poblaciones enteras. La Ilíada de Homero tiene varios capítulos dedicados a recoger el fragor de las peleas, el testimonio del polvo ennegrecido por la sangre, el punto del cuerpo traspasado por la pica.

La contundencia de las armas blancas convertía las guerras en verdaderas carnicerías. Los espectáculos de gladiadores también lo eran, sublimando a rasgos de heroicidad de los luchadores, la apetencia de crudeza de un público desaforado. Las cruzadas, los choques entre cristianos y moros en la España medieval se hicieron a costa de cortar, apuñalar, decapitar, asaetear, hasta que llegó la pólvora desde China. Usar armas de fuego se llevó su tiempo porque pistolas y mosquetes disparaban, pero exigían una lenta recarga. Los cañones que servían poderosamente para los asedios eran artefactos pesados y costosos.

Así se perfeccionan las armas. Así encubren su carácter de elementos de defensa y disuasión Las dos grandes guerras del siglo XX les abrieron mercado –industrias enteras consiguieron grandes ganancias–, las pusieron en el aire y en el agua, desembocaron en la bomba atómica. El intercambio de misiles entre Israel y Palestina de recientes fechas nos hace pensar que los seres humanos siempre encontrarán razones para atacarse, sofisticando hasta lo inimaginable los medios para hacerlo. Vale mencionar también de cuán atrás viene el uso del cuerpo masculino como arma: la masiva violación de las mujeres lo prueba.

Si hoy los Estados Unidos están convencidos de que portar armas es un derecho humano –a partir de la II Enmienda formulada en 1889–, a tal punto de que cuatro de cada diez ciudadanos las poseen (ahora el estado de Texas se apresta a eliminar hasta el permiso que exigen otros estados), se limitan a lamentar los tiroteos de desequilibrados y psicópatas que arremeten contra los ciudadanos. El derecho sigue intacto. Las facilidades para adquirir herramientas de destrucción, también.

La mayoría de los gobiernos modernos regulan el uso de armas. Los ejércitos y la policía asientan sus responsabilidades en ellas y están formados para su orientada utilización. Esto no quiere decir que estén exentos de actos miserables. Ecuador tiene sus hermanos Restrepo, Estados Unidos su George Floyd, nombres cuya sola mención nos remiten al hecho de que tal vez, solo verlas al cinto de una persona autorizada, fue el comienzo de un amedrentamiento que terminó en muerte. (O)