En Sudáfrica, la clase dominante aisló a la población negra en cotos cerrados. El famoso apartheid, donde solo entraban y salían los que allí vivían, separados por muros de los otros, los diferentes. Era un discrimen vejatorio, humillante. Años de lucha y de muertes fueron necesarios para romper las paredes físicas, sociales, económicas y psicológicas que los mantenían esclavos.

En nuestro país, una provincia –y dentro de ella algunas ciudades– ha creado su propio apartheid. Curiosamente, un apartheid indígena donde el resto del país, en principio, no puede circular. Un territorio amputado del cuerpo nacional, un espacio donde las fronteras no las levantó la geografía, sino el miedo y la desconfianza.

El sistema del apartheid solo se mantenía por la fuerza y la represión. Lo mismo sucede con su versión ecuatoriana: fuerza de parte y parte.

La violencia estructural que vivimos no se soluciona con militarizar, golpear, encarcelar. Ninguna autoridad, así sea el Gobierno, por sí sola, puede forjar una salida. Nadie tiene la llave completa del conflicto. Y los conflictos –lo sabemos bien– no son estáticos: lo que no mejora, empeora.

Si algo demostraron los paros de 2019 y 2022 al movimiento indígena es que no hubo avances reales en sus demandas. Porque los problemas de alta complejidad social no se resuelven con métodos que ya fracasaron.

El país clama por un diálogo, pero un diálogo verdadero no puede imponerse ni simularse. A un diálogo no se va con soluciones listas: eso sería ir a informar. Se va para escuchar y dejarse afectar, para ser tocado por otras miradas y por la verdad ajena. Se va para cambiar y ser cambiado. Para aceptar soluciones no pensadas pero posibles. Para arriesgarse a crear juntos un futuro.

Los conflictos complejos casi nunca se resuelven con recetas. Se abren camino por intuición, por generosidad, por la chispa de un aporte sin dueño, nacido del encuentro. Son el espejo de la vida misma: caótica, fecunda, impredecible.

Tenemos que aceptar que todos somos parte del problema y, por eso, todos debemos ser parte de la solución. No es asunto del Gobierno ni del movimiento indígena solamente. Es asunto de la nación entera. Consenso no es que todos piensen como yo. Consenso es que desde nuestras diferencias encontremos un modo de que la vida vuelva a circular por el cuerpo social, que hoy parece mutilado, con zonas sin oxígeno y miembros dispersos.

Habrá que empezar por lo posible para llegar a lo mejor. Y eso toma tiempo, paciencia y sobre todo voluntad.

Tal vez necesitamos algo que parezca una locura: reunir a todos los llamados a construir un nuevo Ecuador –autoridades, indígenas, empresarios, campesinos, militares, jóvenes, políticos, mujeres, afroecuatorianos, académicos– y encerrarlos, como en un gran sínodo laico, sin contacto con el exterior, hasta que emerja una propuesta viable, sostenible, que nos saque del estancamiento. Un ejercicio de escucha colectiva, sin micrófonos.

Porque construir un país, como esculpir en piedra, lleva tiempo. Pero cuando se graba en roca, dura para siempre. Lo decía monseñor Proaño: en la arena se borra, en la tierra hay que cuidarlo, en la roca tarda más… pero es casi eterno.

Tal vez ha llegado el tiempo de dejar de hablar del caos y comenzar a cincelar la roca. (O)