Es esta una época de regresiones y hartazgos, en la que se disuelven incluso los pequeños relatos que quedaban de la vieja modernidad. Una reconfiguración geopolítica sin precedentes impide aventurar el devenir del mundo. La gran pregunta que surge, en medio de tanta incertidumbre, tiene que ver entonces con el amor, en cuanto concepto cultural, fuerza estructuradora de vínculos y código de comunicación y confianza. Quizá por esa conciencia de nuestro tiempo Anora (2024), película escrita y dirigida por Sean Baker, ha logrado la aclamación y cinco premios Óscar.

La premisa: el hijo de 21 años de un oligarca ruso contrata a una bailarina erótica de Brooklyn para servicios sexuales y, ante la realidad de la química, le propone contraer matrimonio a fin de alcanzar él un estatus migratorio que le permitiera seguir en Estados Unidos, despilfarrando el dinero de su padre. Por supuesto, la manera de plantear esta estrategia es otra. Es el amor, con sus mitologías, como lo evocaría Borges. El lugar común funciona: un príncipe azul, que encarna la idea de abundancia y opulencia, salva a la mujer sin suerte, precaria, sola, proletaria, hija de una familia disfuncional que ha debido vender su cuerpo para sobrevivir. Un cuento de hadas, del que Ani o Anora no tarda en despertarse.

La película, por cierto, alude a las formas de aproximarnos a la idea del amor en el marco de esta sociedad (mundial y local) del cansancio, que vuelve casi a ciegas a reproducir la hacendataria estructura de castas, aquella que imperaba antes que las luchas por los derechos. Los hijos de las élites no se casan ni hacen su vida con mujeres de las clases populares, solo juegan con ellas. Las utilizan como sus costosas prendas de vestir y luego las botan. Y no se disculpan, pues no tiene valor alguno la falsa ilusión o el tiempo perdido de la masa obrera. Si algo nos deja en claro la película es que las élites no se disculpan, nunca.

Y no solo que los conceptos modernos, como la dignidad de los seres humanos y el mismo Estado de derecho, pasan por una época de mala prensa, sino que en la práctica no existen cuando se contraponen al poder de las oligarquías. Anora quisiera que la justicia la proteja, tras el engaño y la presión para anular el matrimonio, en el que ella sí creyó, pero no puede. No tiene posibilidad de enfrentarse al poder del dinero. Debe aceptar una leve compensación económica y desaparecer. Y tal como va la psicología social de nuestros tiempos, dirán que la culpa es de ella por arribista y aspirar a algo que no le corresponde ni que merece. La sociedad de castas en su apogeo.

La película, sin embargo, nos recuerda algo fundamental sobre el ser humano: somos cuerpos. Y en cuanto cuerpos, somos experiencias, lenguajes, historias tristes o felices, placer físico, emoción. La forma más sabia de enfrentar al mundo es regresar al cuerpo que tenemos, con sus cicatrices, su realidad y su memoria. Si el capital cosifica al cuerpo, el afecto lo redime. La consciencia del cuerpo y de los afectos es una experiencia política y, por tanto, de resistencia. Algo de verdadero amor, quizá, hay en estas posibilidades. (O)