Cuarenta y cuatro años antes de nuestra era, el dictador a perpetuidad de Roma, Julio César, fue asesinado en las gradas del Capitolio. El crimen lo cometió un grupo de senadores con la intención de rescatar a la república de un caudillo que aspiraba a los poderes absolutos de un rey. La idea del republicanismo clásico —la misma que inspira constituciones latinoamericanas y europeas— se fundamenta en la igualdad de los ciudadanos. Las leyes republicanas son impersonales. El caudillismo, en cambio, otorga privilegios en la conducción política a una persona por su prestigio, carisma o capacidad de intimidación. La voluntad del caudillo se presenta a la comunidad como el marco institucional, la ley vigente. Esa práctica es profundamente antirrepublicana. Julio César fue un dirigente excepcional: gran general, intelectual brillante y gobernante carismático y muy popular. Sin embargo, no creía en la República, la misma que colapsó poco después de su muerte.

Semilealtad

América Latina está plagada de caudillos: personajes presentados como providenciales, dueños de la verdad y de la doctrina. Su vigencia obedece menos a talentos individuales que a la debilidad institucional de los regímenes de la región, construidos sobre el legado del patrimonialismo, práctica política que supone lo público y sus recursos, tanto materiales como simbólicos, como objetos que pueden ser dispuestos discrecionalmente por quien detenta el poder. El ámbito de lo público incluye también a las organizaciones gremiales y a los partidos políticos.

La soberanía política de una república entrega la facultad de gobernar al Estado y a sus instituciones no a personas singulares. De la misma forma, en las organizaciones políticas —que por definición son públicas— el liderazgo vitalicio, incuestionable y carismático crea un sentido de propiedad personal sobre la entidad, lo que contradice el republicanismo. Allí, las lealtades se construyen alrededor del líder y no de proyectos o ideologías. Así, por ejemplo, quien cuestiona al ungido es tachado de traidor, pues el caudillo se erige como medida de todas las cosas.

¿EE. UU. se convertirá en un país autoritario?

Las elecciones bolivianas muestran lo pernicioso del caudillismo para la supervivencia de un proyecto político, en este caso, el de las izquierdas. Su líder histórico nunca permitió el surgimiento de alternativas que pudieran reemplazar su figura sacralizada. Todos los candidatos de la corriente fueron estigmatizados como traidores, y el resultado fue una derrota estrepitosa, la pérdida de casi toda representación parlamentaria y debilitamiento inmediato de la influencia del propio caudillo después de veinte años de haber sido mayoría. Él, sólo él, podía encarnar el proyecto; nadie más.

La historia reciente de América Latina ofrece numerosos ejemplos semejantes. Cuando el talante del caudillo es democrático, sus seguidores se pronuncian en ese sentido. Pero si es autoritario —y abundan los casos— se llega al extremo de países gobernados por matrimonios que preparan la sucesión familiar bajo la imagen de un régimen “popular”. Los liderazgos personalistas que subordinan la legitimidad de un partido o gobierno a la figura del caudillo son, en esencia, antirrepublicanos. Con Julio César murió la república romana; en América Latina, muchos caudillos y sus epígonos han vuelto irrelevante la idea misma de republicanismo. (O)