Alicia está perdida en el país de las maravillas. Una silueta de gato se le aparece. “¿Podrías decirme, por favor, cuál camino debo tomar?”, pregunta, confundida. “Eso depende de a dónde quieras ir”, responde el gato. “No me importa mucho a dónde voy”, replica Alicia. “Entonces no importa qué camino tomes”, dice el gato y, luego, desaparece, dejando su sonrisa en el aire.

Lo primero es saber qué es lo que queremos. Debemos identificar el destino al que queremos llegar. Luego de eso —y en gran medida condicionados por eso— es que podemos discutir sobre cuál es el mejor camino. Una enseñanza tan sencilla y, sin embargo, tan fácilmente olvidada en el debate constitucional ecuatoriano.

Los problemas del Ecuador están claramente identificados. Este es un país arrinconado por los grupos de delincuencia organizada y con una economía estancada por falta de inversión. Los problemas son seguridad e inversión. El destino, entonces, está claro. Queremos volver a ser un país de paz y queremos empezar un ciclo de crecimiento económico con la llegada de inversión extranjera y la promoción de inversión local.

Un claro obstáculo para llegar a ese destino es la Constitución de Montecristi y el régimen legal del Ecuador. El correísmo dejó implantado un sistema jurídico que permite a los criminales moverse a sus anchas y que no otorga herramientas útiles a los miembros de las fuerzas del orden para luchar contra el crimen. El sistema de garantías constitucionales permite invocar cualquier pamplina jurídica a los delincuentes, como las acciones constitucionales o la ultima ratio de la prisión preventiva, para burlar las penas; y, en cambio, deja en indefensión a los policías y a los militares que cumplen con su deber. Por otro lado, el correísmo también dejó implantado un conjunto de normas que espantan al inversionista extranjero y desincentivan al inversionista local. Tal vez el más claro ejemplo de esto último es el régimen jurídico de los servicios públicos y el de los “sectores estratégicos”. La Constitución prescribe que los servicios públicos deben ser otorgados por empresas públicas y que la administración y explotación de los sectores estratégicos solo se puede delegar a la inversión privada en casos excepcionales.

En el debate sobre la necesidad de una reforma constitucional, los ecuatorianos estamos tan perdidos como Alicia en el país de las maravillas. La asamblea constituyente no es fin en sí mismo y debe, por su propia naturaleza, ser convocada solo en situaciones extremas de fundación o refundación de los países. Nada parece impedir que los cambios constitucionales y legales más necesarios se hagan por otras vías más rápidas y menos imprevisibles, como la reforma constitucional o la consulta popular.

Lo que necesitamos es una Corte Constitucional que entienda que la Constitución debe estar al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio de una interpretación dogmática de la Constitución. El deber de esta Corte Constitucional es viabilizar los cambios a la Constitución y a las leyes que permitan luchar contra la delincuencia y atraer inversión. No la de dejarnos una sonrisa de argumentos neoconstitucionales en el aire. (O)