El 13 de junio de 1962, pocos días después de cumplir yo siete años, se produjo un suceso que no necesito explicarles por qué pasó desapercibido para mí. Pero, por hechos posteriores, vale la pena que lo incluya en la serie de recuerdos de seis décadas con la que suelo importunarles. Ese día, en Nueva York, se estrenó la película Lolita, dirigida por Stanley Kubrick, caudaloso genio del cinematógrafo. Despertó fuertes expectativas, ya que estaba basada en la novela del mismo título, del ruso Vladimir Nabokov. Escrita en inglés, como muchas de las obras de madurez del escritor que anteriormente lo hacía en ruso y traducía personalmente sus creaciones al francés. De familia principesca, perdió todos sus bienes en la revolución comunista y se negó desde entonces a tener propiedades. Huyó de la II Guerra Mundial a Estados Unidos, decisión sensata como lo demostrará la muerte de su hermano en un campo de concentración. También fue un notable entomólogo, descubridor de decenas de especies.

La novela en cuestión es una obra maestra por donde la mire, aunque su tema es escabroso. Humbert Humbert, un profesor francés con declaradas tendencias pederastas, llega a Estados Unidos, donde se obsesiona con la hija de su casera. Para tener acceso a la niña se casa con la madre, esta muere accidentalmente cuando escapaba tras descubrir la perversa situación. El francés, acompañado de la adolescente, emprende un viaje sin destino, perseguido siempre por Quilty, un pervertido aun más protervo, pero más inteligente que el protagonista, que al final consigue arrebatarle su presa.

La interpretación que Peter Sellers hace de Quilty califica como magistral. James Mason reprodujo con esmero al atormentado y mediocre Humbert. Para Lolita se seleccionó a Sue Lyon, cuyas características físicas no coincidían con el personaje de la novela, un detalle insignificante en la ambigua y patética figura que Kubrick consiguió extraer de la joven actriz. La azarosa vida posterior de Sue se convertirá en una trágica parábola de la obra. Quien no vaya buscando un traslado servil del texto literario a la cinta cinematográfica, encontrará una obra maestra del género. Nabokov supervisó la realización, aunque posteriormente expresó disconformidad con el resultado. El filme consigue transmitir la abyección del vicioso descrito en el papel, sus repugnantes manías y sus miserables celos. Intencionadamente el autor ruso desliza la calificación de “historia de amor”. Nada de eso. Es el retrato de un criminal, para el cual el escritor no demuestra ninguna simpatía, aunque no caerá nunca en la moralina descalificadora. Y ese espíritu se consigue reproducir en la pantalla, en un drama que, para desencanto de los morbosos, no tiene un adarme de pornográfico, a pesar del escándalo que las creaciones de Nabokov y Kubrick suscitaron en su tiempo. A su vez, el diálogo entre estas dos catedrales de talento da para un tratado sobre las relaciones entre cine y narrativa. Ese niño de siete años que, en Cotocollao, jugaba inocente en junio del sesenta y dos, tardaría dos décadas en leer el libro y una más en ver la película, experiencias profundas y enriquecedoras. (O)