El Ecuador vive atrapado en los límites de una Constitución que, lejos de fortalecer el Estado de derecho, ha caído en el exceso de un garantismo extremo. La carta de Montecristi, redactada en 2008 bajo la influencia del correísmo y con el aporte de asesores extranjeros, nació con la pretensión de ser un texto “para 200 años”. Sin embargo, lo que ha demostrado en la práctica es ser un instrumento ideologizado, concebido para blindar a un proyecto político antes que para servir al ciudadano común.
Un ejemplo revelador está en el artículo 35, que dispone atención prioritaria del Estado para adultos mayores, niños, embarazadas, personas con discapacidad, pacientes con enfermedades graves… y también para personas privadas de libertad. Nadie discute la dignidad del preso ni la obligación estatal de garantizar condiciones mínimas. Resulta un contrasentido equiparar a delincuentes condenados con niños, ancianos o mujeres gestantes. ¿Debe un ciudadano honesto esperar en la sala de emergencias mientras un reo recibe atención prioritaria? Este privilegio constitucional desvirtúa el principio de justicia: la víctima termina relegada y el victimario protegido con privilegios.
El problema no es aislado. La Constitución de 2008 fue diseñada con estructuras que consolidaron un control político ideológico absoluto. El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) terminó manipulando la designación de autoridades; el Consejo de la Judicatura se volvió un mecanismo de presión sobre jueces; y la Corte Constitucional, órgano supremo sin rendición de cuentas, actúa con discrecionalidad ilimitada. Más que un árbitro imparcial, parece un laboratorio ideológico que avala agendas progresistas, no siempre la defensa de la justicia, sociedad y del bien común.
Incluso intelectuales y juristas de buen criterio aún se encuentran aferrados al “constitucionalismo de Montecristi”, defendiendo un modelo que en la práctica ha vaciado a la justicia de contenido y secuestrado la democracia. Mientras la ciudadanía sufre inseguridad, los victimarios se amparan en un blindaje legal que les otorga más derechos de los que respetaron en libertad. Y la Corte Constitucional suspende las herramientas legales que se necesitan en esta guerra contra el narcotráfico y delincuencia organizada, no reconocida por sus jueces, que están enfrascados en una guerra de ideas.
El Ecuador necesita, con urgencia, un nuevo pacto constitucional. Un texto que no sea rehén de ideologías importadas ni de cálculos políticos, sino un marco jurídico equilibrado, serio y técnico, que ponga en el centro al ciudadano honesto, al trabajador, a la familia y a la víctima. Una Constitución que respalde a la justicia en lugar de someterla, que controle al poder en lugar de servirle, y que convierta a la instancia constitucional en un verdadero árbitro imparcial, obligado a la transparencia, a la rendición de cuentas y que responda por sus actuaciones.
Mientras no corrijamos estas distorsiones, el garantismo seguirá siendo un disfraz elegante para la impunidad, y la Constitución, en vez de sostener la República, continuará siendo su más pesada cadena. (O)