La fusión de educación, cultura y Senescyt no trata de organigramas; toca el recreo de cada mañana, la biblioteca del barrio y la decisión de miles de jóvenes que miran la universidad con ilusión y dudas. La pregunta útil es simple: ¿esta unión hará que aprendamos mejor, que la cultura sea parte viva del aula y que el paso del bachillerato a la educación superior deje de ser un salto al vacío?
Bien hecha, puede sumar. Un solo timón permite alinear lo que el colegio pide al egresar con lo que la universidad exige al ingresar, integrar datos para anticipar rezagos y ofrecer nivelaciones, tutorías y pasantías que acompañen de verdad. También puede convertir la cultura en un lenguaje de aprendizaje: museos, bibliotecas y centros culturales trabajando con las escuelas para fortalecer identidad, creatividad y convivencia. La escuela dejaría de hablar “sobre” cultura para aprender “con” cultura.
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Pero los riesgos son reales. Si la ejecución presupuestaria sigue baja, un ministerio más grande solo multiplicará ineficiencias. Persisten aulas saturadas, infraestructura débil y brechas de conectividad que no se resuelven con un cambio de nombre. Y sin promoción sostenida de la cultura como valor nacional, la escuela pierde aliados.
Para que la fusión valga, se necesita autonomía técnica con metas trimestrales claras, presupuesto blindado y oportuno para infraestructura, docentes, bibliotecas, museos, becas e investigación, y continuidad operativa en admisión, becas y registro de títulos con calendarios confiables y ventanillas que funcionen. Ese es el termómetro.
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La voz del pueblo, es la voz de Dios
Si Alicia logra su escuela de danza sin peregrinar trámites y Andrés cruza a la universidad sin perderse en formularios; si un laboratorio se repara a tiempo y una beca llega cuando debe, la fusión habrá valido la pena. (O)
Carlos Manuel Massuh Villavicencio, magíster en Gerencia Educativa, Daule