Los ciudadanos que por diferentes causas o motivos tienen que acudir al servicio público que debe brindar la fiscalía especializada en materia de tránsito chocan diariamente con una muralla colosal de obstáculos virtualmente infranqueables para la generalidad de las personas.

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Las instalaciones lucen relativamente abarrotadas por ciudadanos con diversidad de pretensiones, desde la simple interposición de una denuncia, hasta la firma del afortunado ecuatoriano que alcanzó el nombramiento de fiscal, ya que este, lejos de cumplir con un horario que debería estar previamente establecido, solo va a firmar lo que los sustanciadores han despachado para que el “divino funcionario” estampe su firma en la diligencia implementada por el asistente o amanuense.

Desde el cubículo en el que, se supone, se debe dar información y asignar un turno para que la persona sea atendida, se presenta una imagen deprimente de desidia y abandono. La persona que debería estar ahí sentada, cumpliendo su trabajo brilla por la ausencia. No hay a quién preguntarle, ni mucho menos pedirle el tan ansiado turno.

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Cuando los usuarios, atrevidamente, ingresan a una de las oficinas para indagar qué deben hacer o a dónde deben acudir, son regañados por alguna secretaria o asistente que se cree dueña o dueño de las instalaciones y saca a las personas sin darles ninguna orientación o explicación adecuada.

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Así comienza un azaroso peregrinaje por las distintas oficinas de la Fiscalía de Tránsito de la ciudad de Guayaquil que casi siempre termina en las manos angurrientas de uno de los muchos abogados que pululan en esta dependencia pública. Ellos sí encuentran los expedientes, ellos sí localizan a los funcionarios que las personas comunes no pueden, ellos sí logran que las diligencias sean despachadas, pero claro está, cuando hay de por medio una cantidad considerable de papeles verdes, a pesar de que hay letreros pegados en las paredes que dicen: “todo trámite es gratuito”, “para presentar una denuncia no es necesaria la firma de un abogado” y muchos otros que dibujan una imagen falsa de agilidad y buena atención al público que necesita.

Y si el triste mortal que se atrevió a denunciar un choque, daño en su vehículo y a reclamar el pago de esos daños, se siente cansado y desesperanzado en relación con que se haga justicia y se reconozcan sus derechos, decide dejar el problema en la Fiscalía para ya no seguir perdiendo tiempo, dinero y la paz interior, el ministerio público en lugar de procurar que el causante del problema pague lo que debe al afectado que ha denunciado y que no ha sido debidamente atendido, le endosan el pago de “todo el esfuerzo” que ha desplegado la Fiscalía con un requerimiento de pago que llega sorpresivamente cuando la persona cree que ya todo había sido superado.

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No nos debemos desprender de la esperanza de que algún día la administración de justicia en el Ecuador brille con la transparencia necesaria para que la ciudadanía en general confíe en ella. (O)

Enrique Álvarez Jara, periodista jubilado, Guayaquil