Eran otros tiempos aquellos en que la persona que decía malas palabras las escuchaba solo quien la acompañaba.
En una ocasión en el mercado, dos placeras empezaron a insultarse; aprendí “sin querer queriendo” algunas malas palabras que jamás había escuchado, pero nada pasó entre ellas; hasta que alguna le dijo a la otra “ignorante”; eso sí le dolió más que todos los insultos anteriores; entonces se agarraron de los pelos hasta que una de ellas cayó al suelo.
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Cuando vivía y trabajaba en el centro de Guayaquil, iba y venía a pie a mi casa por la avenida 9 de Octubre. Mujeres que caminaban con sus amigas tenían un feroz vocabulario cuando se referían a sus maridos.
Escribiendo estas líneas en una cafetería, tres sujetos se bajaron de sus vehículos y uno de ellos se detuvo a conversar con algún compañero y se refería a un tercero que no le había depositado $ 10.000 en su cuenta corriente. Sus palabras de grueso calibre se oían a diez metros de distancia. Siguieron caminando e ingresaron al lugar donde me encontraba, se sentaron en una mesa no muy lejana a la mía y el fulano siguió hablando con otro sujeto sobre aquel dinero: a grito en cuello emitía las peores palabras mientras atendía el celular. Por fortuna yo me encontraba ahí solo sin una familiar dama; de vez en cuando le dirigía la mirada como quien observa a un malcriado. ¡Cómo es posible que a una cafetería de buen nivel lleguen este tipo de sujetos a expresarse de esa manera y a voz en cuello! Es un lugar donde van señores, jóvenes y mamás con niños, que por suerte no estuvieron, por cuanto ahí sí me hubiera dirigido al hombre y le llamaba la atención, con consecuencias negativas para mí. Los dos amigos que lo acompañaron no hablaron; lo escucharon queriendo quizás conocer el destino de esos $10.000. Las palabras groseras se han generalizado. (O)
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Sucre Calderón Calderón, abogado, avenida Samborondón