Más que en anteriores ocasiones, la campaña electoral confirmó la necesidad de repensar seriamente las normas que rigen y determinan estas contiendas en nuestro país. La primera evidencia al respecto fue el alto número de candidaturas. Es innegable que esto se debe a factores históricos, como el colapso del sistema de partidos, pero puede ser evitado con una legislación que establezca barreras y cierre la posibilidad de que un grupo de amigos sin más requisito que sus firmas inscriba candidatos. Con solo limitar ese derecho a partidos de alcance nacional, se daría un gran paso hacia adelante. Las otras organizaciones no tendrían que ser eliminadas, ya que sus áreas de acción estarían en las elecciones locales y provinciales. La Presidencia de la República y la Legislatura son instancias de ámbito nacional en las que no cabe la representación de intereses locales. De paso, se fortalecería la descentralización, porque las instancias correspondientes estarían obligadas a asumir las funciones que actualmente sobrecargan a las nacionales.

Otro vacío que requiere de una reforma urgente se encuentra en los organismos electorales. Su conformación, sus atribuciones, sus ámbitos de acción son aspectos que requieren de una revisión a fondo. A lo largo de muchas elecciones se ha demostrado el fracaso de la modalidad de selección de sus integrantes por concurso. Quedó claro que, como era inevitable, el Gobierno del momento no tendría problemas en cooptar a los integrantes del Consejo de Participación y, por su intermedio, asegurarse de colocar en esas instancias a sus fieles militantes. El retorno a la tradicional participación de los partidos en la conformación del Consejo Nacional Electoral, aplicada por el Consejo transitorio, se vio desdibujada por los conflictos internos, pero es la única manera de transparentar la realidad y de evitar la acción solapada de quienes acceden a esos cargos con el membrete de independientes (además, los conflictos en sí mismos son una señal de pluralismo). Su origen debe ser la Asamblea Nacional, en donde radica la voluntad popular.

La pugna entre el CNE y el Tribunal Contencioso Electoral fue no solamente un problema de simpatías por alguna candidatura, como se comentó en las redes sociales, sino el resultado del pésimo diseño en la definición de funciones y atribuciones. Entre ambos organismos hay una zona gris acerca de lo que puede hacer cada uno. La superposición es producto de una concepción apresurada que no entiende la diferencia entre administrar las elecciones e impartir justicia electoral. La separación de ambos campos era necesaria, para evitar que el Consejo sea juez y parte, pero el desconocimiento, el apuro y el descuido con que se hicieron las leyes crearon problemas tan graves como la amenaza de destitución que aún pende sobre los consejeros.

La campaña demostró también que el control del gasto es un problema serio. El financiamiento electoral —y de la política, en general— es fundamental para asegurar un mínimo de igualdad en la competencia, pero cuando está mal manejado se convierte en un peligro para la democracia. La abundante experiencia que hay sobre esto en América Latina debería servir para enfrentarlo. En fin, la campaña puso a la vista múltiples problemas y demostró la necesidad de hacer reformas sin el apuro de una nueva elección. (O)