Esta pregunta se hace la inmensa mayoría de electores antes y después de las elecciones. Los encuestadores son vistos por la gente con la misma desconfianza y la misma curiosidad con la que se mira a las lectoras de manos. Muchos no creen en lo que dicen, otros las desprecian, pero pocos se resisten a conocer su escrutinio del futuro. Para los encuestadores, también para los meteorólogos y para todos los que de una manera científica y racional hacen “predicciones del futuro”, les ha sido difícil sacudirse del recelo supersticioso que a lo largo de los siglos se han tenido con los adivinos y todos los “mánticos” (quirománticos, nigrománticos, etcétera). Son víctimas de un prejuicio atávico que los asimila a los brujos de la tribu, a quienes se los odia o se los teme. Antonio de Morga cuenta cómo en las Filipinas prehispánicas había una suerte de brujos sacerdotes, los catalonas, que eran obligados a vivir apartados de la gente, hemos visto un uso similar en ciertas naciones amazónicas. Les tenían un medroso respeto pero no los querían. El futuro “no es para ver”, es un arcano cuya violación está vedada, por eso la Biblia prohíbe toda forma de adivinación. Y sin embargo, el rey Saúl y todo el mundo se empeñan en desafiar el mandato divino acudiendo a Endor o a las encuestas.

Hemos descrito el entorno psicológico y cultural dentro del cual se perciben las encuestas. Cuando se conocen los resultados de las elecciones y no coinciden con las cifras publicadas, la mayoría pseudoescéptica se complace de haberse reservado un sector de duda, aunque haya buscado ávidamente esa información antes de los comicios. “Estos siempre mienten porque están pagados”, afirman los mal pensados, o “estos no le pegan una”, sentencian los bien pensados. ¿Qué es lo que pasa en realidad? Hay varios factores que considerar. Hay unas encuestas y hay otras. Las hay bien hechas, que han usado cuidadosamente las herramientas necesarias, otras por falta de recursos o de conocimiento no son tan fiables. Luego, siempre hubo, y más en estos tiempos de redes sociales, encuestas falsas publicadas con el propósito de cambiar futuros resultados electorales, alentando a votar por candidatos con supuestas mejores opciones o desalentando a hacerlo por otro que “no tiene chance”. Por eso hay que verificar que tal información provenga efectivamente de una entidad calificada, la cual tiene interés en ser conocida por su certero profesionalismo y no se venderá al primer postor pues tiene mucho que perder.

Pero, las más de las veces, la “falla” no está en la encuesta en sí, cuanto en la idea del receptor, que busca en ellas una verdad incontrovertible. Las encuestas son diagnósticos, no pronósticos. Diagnosticar es conocer “a través”, pronosticar es conocer antes. Empieza mal quien aborda las encuestas como profecía que forzosamente se cumplirá, porque eso justamente no son. Cualquier medición social hecha con ánimo científico debe ser falsable, es decir que pueda demostrarse falsa, el momento en que se presentan, o se entienden, como una afirmación definitiva, estamos ante un producto mágico frente al cual toda discusión es inútil. (O)