Toda democracia en el siglo XXI debe verse en el espejo de la República de Weimar, pero no toda democracia está destinada a morir como ella. Algunos historiadores sostienen que el asalto al Capitolio del 6 de enero fue el presagio del golpe definitivo que sobrevendrá dentro de unos años. No es imposible, aunque sí improbable. Creo que la democracia estadounidense ha mostrado que puede resistir y perdurar.

En noviembre de 1918, Alemania, país de larga tradición monárquica y militarista, tomó el paso de transitar a un régimen parlamentario. Grandes personajes avalaron su plataforma, entre ellos Albert Einstein y Max Weber. De todas las ciudades, los fundadores escogieron a Weimar –el hogar de Goethe– como un símbolo de lo mejor que Alemania había dado al mundo: su cultura humanística.

El nacimiento fue traumático. Derrotada en una guerra que ella misma provocó, sujeta por sus enemigos a un durísimo acuerdo de reparaciones económicas, desgarrada por las corrientes extremas de derecha nacionalista e izquierda comunista, Alemania se hundió en una crisis inflacionaria. En una atmósfera envenenada por el antisemitismo y centenares de crímenes políticos, un líder carismático arrastró en 1923 a un sector violento de la juventud a dar un golpe de Estado. Las instituciones jurídicas de la república pudieron contenerlo y el líder purgó una breve condena en la cárcel, donde escribió Mein Kampf: su programa para imponer el dominio de la raza aria sobre todas las otras, su llamado a recobrar el pasado mítico prometido por los dioses, su apelación al odio, la venganza y la muerte.

La recuperación económica y el esplendor cultural que caracterizó al segundo lustro de esa década tendieron una cortina de humo sobre las pasiones que anidaban en muchos alemanes. Cuando sobrevino el derrumbe de Wall Street en 1929 y Alemania recayó en la crisis, la frágil república atestiguó el ascenso de aquel líder que regresaba arropado por una legión de jóvenes enardecidos además de su propio partido político. Llegaría al poder por la vía de la democracia... para acabar con la democracia.

En las elecciones de 1930 contendieron varios partidos. Un pacto pudo haber evitado el triunfo del líder, pero la desconfianza de los comunistas hacia los socialdemócratas bloqueó el compromiso. En las elecciones de julio de 1932, los nazis alcanzaron la mayoría en el parlamento. Un artículo de la Constitución permitía al líder gobernar por decreto. El Führer llevó a cabo su designio: se apoderó de la palabra, construyó una fábrica de propaganda y mentiras, militarizó al país, enardeció a las masas, polarizó a la sociedad, persiguió a los judíos (el 1 % de la población), violó tratados internacionales, derogó las libertades. En 1939 desató la Segunda Guerra Mundial que sacrificó a sesenta millones de seres humanos.

Las diferencias son claras. La democracia estadounidense es la más antigua del mundo. La libertad de expresión y las instituciones han resistido el embate autoritario. Los racistas vocearán su odio y violentarán el orden, pero la tendencia demográfica favorece a los afroamericanos, latinos y asiáticos. Los dos partidos deberán alejarse de los extremos y colaborar, sobre todo ante la emergencia del COVID y la crisis económica. El carisma no se hereda y Trump tiene setenta y cuatro años. Biden tiene setenta y ocho, pero su autoridad no se finca en el carisma sino en la ley. Su elección de vicepresidenta fue un acierto. En un marco de respeto, el equipo que ha integrado trabajará para atender los problemas sociales, restablecer alianzas internacionales, cuidar el medio ambiente.

La república americana no es la república de Weimar. Sin embargo, Estados Unidos no puede bajar la guardia ante la sombra del fascismo. Ninguna democracia está a salvo. (O)