A pocas horas de finalizar el 2020 he considerado cambiar la tónica de mis columnas de fin de año. El año que hemos vivido lo amerita.
Me refiero a que generalmente en la última columna de diciembre suelo hacer un recuento de lo más destacado del año que agoniza, y a la vez, un leve pantallazo de nuestros deseos para el nuevo año.
Pero el 2020 nos movió el piso a todos, sin distinción de edad, raza, sexo, nacionalidad, condición económica, religión o ideología.
Por tal motivo, consciente de que el simple hecho de poder escribir esta columna es ya un milagro, quiero compartir con usted, amable lector, mi reflexión sobre el año que está por finalizar.
Cuando brindamos y nos abrazamos con nuestros seres queridos el 31 de diciembre del 2019 no teníamos la menor idea de lo que viviríamos 70 días más tarde y por el resto del 2020.
Jamás imaginé que pasaría nueve meses sin poder abrazar a mis padres; que haber asistido a un concierto de rock o al estadio de fútbol se convertirían en experiencias irrepetibles por algunos años; que la mascarilla se convertiría en una herramienta de vida, en parte de nuestro vestuario obligatorio. Que tanta gente querida perdería su batalla contra el COVID-19, embargando de dolor al mundo entero que, atónito y resignado, miraba cómo esas vidas se les escabullían a la medicina y a la ciencia.
Lo vivido en 2020 quedará en la retina y en el corazón de todos nosotros, los bendecidos, los sobrevivientes; y la mejor manera de agradecer a Dios por habernos permitido vivir para contarlo y, a la vez, de rendir homenaje a los que se nos anticiparon en el viaje hacia la eternidad es hacer que realmente valgan la pena nuestras vidas.
Que disfrutemos cada amanecer, cada caída de sol, el sudor en nuestro rostro, el silbido de un pájaro, el aroma de un buen café, la brisa de la tarde o el último sorbo de una copa de vino, como si fuera el último día de nuestra existencia. Que cerremos los ojos y disfrutemos la melodía de aquella canción que tanto nos gusta, que tantos recuerdos nos trae, sin que nada nos distraiga hasta la última nota, hasta que el silencio nos regrese a la realidad.
Que vivamos cada segundo de vida intensamente; que no nos guardemos un abrazo, una sonrisa, un consejo, un piropo, una palabra de aliento, una disculpas; que no nos vayamos a dormir sin decirle a nuestros seres queridos cuanto los amamos.
¿Qué nos depara el 2021?, ¡qué importa!
¿Acaso podemos cambiarlo? ¿Acaso pudimos cambiar el 2020?
Pues entonces vivamos el presente como verdaderos hijos de Dios; como seres humanos bendecidos.
Dejemos de preocuparnos tanto por el futuro, que la mejor manera de procurarnos uno bueno es viviendo un presente digno, productivo, humano, honesto, afectuoso y solidario.
Desde esta columna deseamos que el 2021 sea el año en que el mundo supere esta perversa pandemia, pero fundamentalmente, que como humanidad aprendamos las duras lecciones que esta nos deja. Que haya valido la pena... (O)