En la historia de la división de poderes se destaca el pensamiento de John Locke en su Tratado del Gobierno Civil (1690) y de Montesquieu a partir de El espíritu de las Leyes (1748); ahí dijo: «Todo hombre investido de autoridad abusa de ella. No hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación». Sin embargo, las ideas acerca de los límites al ejercicio del poder y de su división están presentes en la filosofía política medieval y sus raíces se hunden en el pensamiento de Aristóteles, Platón, Polibio, Cicerón, Marsilio de Padua, Jean Bodin, Bolingbroke, Hume y otros.

De la colisión entre monarquía y parlamento en Inglaterra surgió la idea de la constitución equilibrada y del gobierno mixto, y en la Revolución francesa se configuró la distribución tripartita del poder: Función Ejecutiva, Legislativa y Judicial. Tal división nunca fue rígida ni inamovible, y el actual entramado institucional, más complejo, ha colocado en una esfera superior el control jurisdiccional constitucional.

En la resistencia y crítica a las tiranías y absolutismos se impone la idea del control del poder, que debe ser limitado. Cuando se burlan los controles o se prescinde de los límites en su ejercicio devienen los regímenes autoritarios y totalitarios. Esto ya lo sufrimos y conocemos de sobra. A estas alturas del desarrollo de las democracias es incuestionable sostener que no hay constitución ni democracia sin límites y controles al poder.

El chavismo inyectó en la Constitución correísta la extravagante idea de crear la Función de Transparencia y Control Social y la Función Electoral. En la una erigió una entelequia (Consejo de Participación Ciudadana y Control Social) diseñada para concentrar el poder, estatizar la participación y reforzar la hegemonía. En la otra, a la luz del conflicto actual entre el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Contencioso Electoral, ha dejado los procesos electorales sometidos a un manejo bicéfalo. A ello se agrega un enmarañado Código de la Democracia, diseñado para la confusión, el caos y la impunidad.

Al Consejo Nacional Electoral le corresponde organizar y dirigir el proceso electoral, sujeto a tiempos y plazos de inexorable cumplimiento, previstos en la ley y la Constitución. Al Tribunal Contencioso Electoral le concierne conocer y resolver los recursos electorales. Sus fallos son de última instancia y de inmediato cumplimiento. Pero su contenido no puede torcer las leyes, ignorar la Constitución o legitimar la discrecionalidad de jueces que actúan como actores políticos. ¿Tienen sentido fallos que invaden la esfera competencial de la organización de los procesos electorales?

El conflicto entre el CNE y el TCE desbordó lo jurídico y se contaminó de intereses políticos. Risible y chocante es ver a jueces electorales emitiendo inflamadas declaraciones políticas y agrandando rumores.

Esta disputa provoca un enorme daño a una democracia de por sí arruinada. Es momento de pensar en eliminar el TCE, trasladando sus competencias a una sala de la Corte Nacional de Justicia. Poner en riesgo las elecciones ha sido una vergonzosa irresponsabilidad, pero al fin ha prevalecido la sensatez. (O)