Nunca imaginé que sentiría algo por ella, no lograba llamar mi atención. Su derroche de energía no me inspiraba una caricia. Creo que se cansó de mi indiferencia... Pero ahí seguía, mostrando todo su esplendor juvenil para hacerme ver de lo que me perdía. Emociones, comunicaciones, afecto, todo aquello de lo que está hecha la vida misma... y más.
Los años fueron pasando, inexorablemente sin pedir permiso, desgastando la piel y el alma. Los últimos años de su vida, de andar lento y silencioso, casi ni nos mirábamos. Sabíamos que por esas cosas indescifrables de la vida no logramos, o yo no quería querer lo querible. Acepté dejar llevarme por mis instintos. Mi naturaleza muerta por algún trauma infantil no supo hacer de mí un ser más comprensivo, más humano, más tierno.
Ahora que ya no está, que ya no la veo en sus lugares habituales, en su largo deambular incoherente y melancólico, he sentido su vacío, no solo el físico, por su ausencia, también ese que cala en lo más profundo de nuestro entendimiento y razón. No pude contener unas lágrimas cuando me enteré de lo sucedido, de su partida. ¡Yo que soy duro de llorar, lo hice! Ahora veo que ya no está, así como su área está limpia, también está triste, nostálgica. Es increíble que Coni, después de emprender el camino, haya logrado vencer mi rudeza y terquedad, y por fin sentir algo que me hubiera gustado haber podido experimentarlo mucho antes.
Coni era el nombre de nuestra perrita que vivió 16 años con nosotros. No tuvo descendencia, pero formó parte de la vida de mis ocho hijos, unos en su adolescencia y otros en el inicio de su madurez, y en el crecimiento de mis 12 nietos; prácticamente cubrió tres generaciones y cada uno ha sentido su partida. La mascota es familia, es parte importante de la creación. (O)
Roberto Montalván Morla, músico, Guayaquil