Mientras las noticias sobre el último hecho de corrupción abandonaban las primeras planas de los medios, sus personajes tomaban igual camino y salían presurosos del país. Un pasaje a uno de los paraísos de mal gusto en que suelen juntarse esos especímenes, añadido a la complicidad intencional o perezosa de la justicia, son los simples requisitos que encuentran muy a mano para ir desapareciendo de la memoria colectiva. Así, pronto dejarán de ser un vago recuerdo sin nombres propios y poco después entrarán en ese cómodo lugar que es el olvido. Desde ahí, como fantasmas reencarnados, podrán volver a la luz pública y no deberá extrañar que más de uno llegue cargado de espíritu moralizador. El círculo comenzará a dibujarse nuevamente, como se han dibujado todos los que le antecedieron.

El problema –se ha señalado siempre– está en la administración judicial, en su lentitud, su ineficacia, su dependencia de poderosos intereses y en su escaso compromiso con la justicia y con el derecho. La figura de la justicia con los ojos vendados parece aludir, en nuestro medio, más a la indiferencia frente a la realidad que a la ceguera ante pobrezas y poderes. Pero esa es solo una cómoda forma de enfrentar una situación que, de hecho, resulta tremendamente dolorosa si se la asume como lo que es, como una responsabilidad compartida. Además de la administración de justicia, es la sociedad la que se pone la venda y así acude a las urnas o simplemente da despreocupada acogida a los corruptos.

Hace casi tres mil años ya se encontró una solución práctica y duradera que actuaba como forma eficaz de justicia. Tan práctica, tan duradera y tan eficaz, que hasta ahora perdura su castigo. En Olimpia, aquel lugar en donde se realizaban los juegos que marcaban el tiempo y buena parte de la vida de la antigua Grecia, aún están grabados en la piedra los nombres de los atletas que habían hecho trampa y de los jueces o árbitros que se habían prestado a ello. Su condena consistía en eliminarlos de por vida de los juegos, ignorarlos como personas que podían jugar limpiamente como lo exigían las rigurosas reglas. Era la ignominia, literalmente el olvido de sus nombres. Pero, ya que no se puede olvidar lo que no existe, paradójicamente era necesario recordar esos nombres, y nada mejor que dejarlos grabados en la piedra. Mientras los triunfadores y los que habían cumplido con las reglas recibían en vida los honores y el reconocimiento, las identidades de los otros han llegado hasta nuestros días. Aprendiendo algo de la historia habría que inaugurar en algún sitio público la piedra de la ignominia para recordar los nombres que no hay que olvidar.

Los párrafos anteriores fueron parte de un artículo publicado en este espacio en septiembre de 2002 bajo el mismo título. Dieciocho años después se ha utilizado por primera vez en nuestro medio la memoria como castigo para los actos de corrupción. Puede parecer mucho tiempo, pero lo que importa verdaderamente es que se lo ha hecho. Hay que esperar que sea solamente el primer paso y que en adelante se lo aplique independientemente de quiénes sean los merecedores del recuerdo. No faltarán nombres, tanto de este como de próximos Gobiernos. (O)