Por Agni Castro Pita

Hace 72 años, el 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de Derechos Humanos, piedra angular del marco jurídico internacional que reafirma los derechos fundamentales de todo ser humano, “independientemente de su raza, color, religión, sexo, idioma, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.

El COVID-19 ha puesto y pone a prueba a la sociedad en su conjunto en el ejercicio de dichos derechos.

Como lo manifestara la Alta Comisionada de Derechos Humanos, la pandemia global ha puesto en evidencia las dimensiones de la crisis de los sistemas sanitarios y de salud en los diversos continentes y países, a lo que se suman catástrofes climáticas y recesión global.

La pandemia ha puesto también en evidencia como las graves desigualdades sociales agravan el impacto del virus en los grupos vulnerables.

La respuesta requiere poner en la agenda política y social una estrategia solidaria y conjunta, que permita reducir los efectos perversos y a menudo imprevistos del virus, lo cual incluye el fortalecimiento de los derechos humanos a nivel nacional, regional, global. Requiere poner énfasis en políticas agiles y coherentes de acceso a la justicia a fin que la respuesta a las graves secuelas que día a día deja la pandemia tenga como ejes trasversales lo relacionado a la exclusión, el racismo, la discriminación, la violencia por motivos intrafamiliares y de género, que se manifiesta cada vez más y en ambos sentidos.

La dinámica social, los referentes morales nos obligan a concebir nuestra libertad, nuestras decisiones, no sólo en función de nosotros sino también del OTRO, de quien está a nuestro lado, con quien compartimos la misma naturaleza, dignidad, derechos y deberes. Nos habla de la necesidad de hacer de nuestra libertad un ejercicio de corresponsabilidad por el bien de todos, teniendo en consideración una vulnerabilidad compartida. Y ha demostrado y demuestra día a día que el futuro, el nuestro y el de los demás está entrelazado, que la salud de cada uno, depende también de la salud de los demás en el más amplio sentido de la palabra.

La experiencia vivida exige que las políticas de salud estén insertas en una estrategia más amplia, e ir acompañadas de otras medidas que de diversas maneras están vinculadas con los efectos del COVID-19 y del confinamiento, tales como la ampliación de moratorias en pagos de hipotecas, de préstamos bancarios para quienes han perdido su empleo o se han visto afectados seriamente en sus ingresos a causa de la pandemia, de revisión de tasas de interés, de agilización de trámites administrativos, siempre buscando un justo equilibrio. Como dice Confucio, “cuando un hombre se guía por los principios de la reciprocidad y de la conciencia, no se haya muy lejos de la ley moral”.

Los "Principios de Siracusa sobre las Disposiciones de Limitación y derogación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos" adoptados en 1984, en su artículo 25 contemplan la posibilidad de restringir el ejercicio de determinados derechos y libertades “a fin de permitir a un Estado adoptar medidas para hacer frente a una grave amenaza a la salud de la población o de alguno de sus miembros. Estas medidas deberán estar encaminadas específicamente a impedir enfermedades o lesiones o a proporcionar cuidados a los enfermos y lesionados”. Es el caso del COVID-19.

Sin embargo, el artículo 58 especifica que ningún Estado podrá suspender o restringir el acceso a la justicia, con respecto a violaciones de derechos fundamentales.

Ante la emergencia, y frente a las dificultades para la protección efectiva de derechos, la Corte Constitucional del Ecuador emitió el 28 de abril, el denominado “auto de seguimiento en Ecuador”, a través del cual trata de corregir una serie de medidas adoptadas por el Consejo de la Judicatura a fin de asegurar que no existan obstrucciones que impidan el acceso a la justicia en Ecuador.

El Secretario General de la ONU recientemente señaló que “la pandemia del coronavirus no es solo una crisis económica y social, que también representa una crisis humana que corre el peligro de convertirse en una crisis de derechos humanos. Que el virus no discrimina, pero sus impactos sí lo hacen” al exponer profundas debilidades en la prestación de servicios públicos y desigualdades estructurales que impiden el acceso a los mismos”. Y Antonio Guterres reitera, que “la amenaza es el virus, no las personas”; que la mejor respuesta es la que responde proporcionalmente a las amenazas inmediatas, protegiendo el Estado de derecho.

Amnistía Internacional ha hecho amplias declaraciones sobre la represión, enjuiciamiento, encarcelamiento o incluso homicidio de que han sido víctimas personas que han denunciado irregularidades en el manejo de la crisis del COVID-19 en varios países, reiterando que si en lugar de haberlos silenciado se los hubiera escuchado, el mundo tal vez sería más saludable, con menos vidas y medios perdidos.

Hoy más que nunca es fundamental el empoderamiento, el fortalecimiento de la sociedad civil, el fortalecimiento de la resiliencia.

Reza el viejo dicho, que situaciones excepcionales, requieren medidas excepcionales. Esta crisis debe ser vista como una oportunidad para reflexionar y hacer los correctivos necesarios a fin de garantizar la vida y la salud a través del fortalecimiento de los derechos fundamentales, lo que incide en el fortalecimiento del Estado de derecho.

Tal vez esto suene a utopía. Más vale la pena recordar a Eduardo Galeano cuando al hablar sobre la utopía, nos dice:

"Ella está en el horizonte.
Me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos.
Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.
Por mucho que camine, nunca la alcanzaré.
¿Para qué sirve la utopía?
Para eso, para caminar".

(O)