Pensé que nunca llegaría este día. Nos acostumbró tanto a levantarse, a volver, siempre a volver, que di por descontado que Maradona viviría muchos años más.

A sabiendas de mi pasión por el fútbol, mi papá religiosamente me compraba la revista Estadio. Y en algún momento, allá por 1979, me llevó la revista El Gráfico, que difícilmente se conseguía en esa época.

Una de las primeras que recibí tenía en la tapa a Argentina campeón mundial juvenil (sub-20) en Japón, tras vencer a la URSS 3-1, y el gran capitán, líder y héroe de los campeones era Diego. Esa fue la primera vez que supe de él; magnético, mágico, inexplicable. Mi conexión con el 10 fue instantánea y para siempre.

Desde la muerte de Diego, he dado muchas vueltas antes de escribir esta columna. Créame, estimado lector, que es probablemente la más difícil en estos casi 15 años; es tanta información y emociones entremezcladas, que no encuentro la manera de abarcarlo todo en este espacio.

Por el futbolista hablan sus goles y títulos alcanzados; la gloria y magia que dejó regada por las canchas del planeta. Solo así se explica ver al mundo convulsionado y profundamente conmovido con su partida.

No recuerdo un político, gobernante, escritor, músico o deportista que haya generado tantas reacciones de cariño y admiración en los cinco continentes. Ninguno.

Sí, el mundo se ha rendido ante este “drogadicto”, “comunista”, “mafioso”, “mal ejemplo” o “tramposo”, por mencionar uno cuantos calificativos que los autodesignados “dueños de la moral y buenas costumbres” usan para referirse a Maradona.

Los genios son diferentes. Por eso son genios. Sus estándares de “normalidad” no son ni pueden ser los mismos que los de los comunes mortales. Así ha sido y será siempre. Y si le queda alguna duda, revise la vida personal de Mozart, Dalí, Churchill, Einstein, Garrincha, Babe Ruth, Lennon o Freddie Mercury. Claro que en esas épocas no existían redes sociales, ni smartphones, ni toda la tecnología digital que hoy conecta al mundo de extremo a extremo en cuestión de segundos.

De modo que pretender medir a Maradona con la vara de común mortal, solo confirma que nunca entendieron su real dimensión.

Diego salió de las entrañas del pueblo argentino; del barro, del hambre, del dolor, de la postración, del olvido, de la resignación; de aquellas calles polvorientas por las que transitan los pobres del mundo, para encaramarse en la cima del planeta, a fuerza de goles, de gambetas, de arengas futboleras, de temple, de garra, de coraje, amor propio y pasión.

Y fue lo que pudo ser, tal y como todos nosotros. Y fue, por largo, mucho más que quienes se llenan la boca criticando sus errores.

Y al día de hoy es, por largo, el mejor jugador que he visto en una cancha de fútbol; y el Diego de México 86, un manual de lo imposible, de lo impredecible, de lo mágico y de lo idílico. Inolvidable, irrepetible, inigualable y eterno. El más grande.

Desde esta columna, rindo sentido tributo al Diez, al Pelusa; al Diego de la gente.

Descansa en paz, genio. (O)