El dilema que vive el hermano pueblo chileno desde hace cinco décadas ha sido materia de análisis en esta columna por varias ocasiones.

Por motivos personales y profesionales, he tenido la bendición de tener mucho contacto con su gente, al punto de generar un afecto especial por su historia, sus angustias y sus alegrías.

Por ello también he procurado profundizar en su historia y, particularmente, en los pasillos recorridos por Salvador Allende y Augusto Pinochet.

La desigualdad social y económica en América Latina es de vieja data, y muy poco han hecho los gobiernos, con contadas excepciones, para reducirla. Y Chile no es una excepción.

Sin embargo, no me cabe la menor duda de que la agitación, vandalismo y destrucción que vive la sociedad chilena desde hace poco más de un año, cortesía de la mal llamada izquierda, ni de cerca tienen como objetivo real resolver ese problema social, sino, por el contrario, volverlo agenda oficial de un gobierno totalitario al estilo cubano.

No voy a ocupar este espacio para debatir sobre las virtudes y defectos del gobierno de general Augusto Pinochet al frente de Chile por cerca de 16 años. Pero a todas luces queda claro que fue responsable directo del progreso económico sostenido que ha perdurado por 30 años y, a la vez, de una herida muy profunda por las violaciones de derechos humanos perpetradas desde el poder político, que, a pesar del tiempo transcurrido, late muy fuerte en las entrañas de su sociedad.

Solo así se puede explicar que su sola mención, al día de hoy, genera apasionados debates entre sus simpatizantes y detractores, y que, a pesar de todos los duros señalamientos contra su gobierno en materia de derechos humanos, la sociedad chilena sigue dividida entre quienes lo recuerdan con nostalgia, añoran uno nuevo remozado, lo recuerdan con ira e impotencia o pretender empujar hacia la extrema izquierda para ajustar cuentas con su memoria.

Sin embargo, la incapacidad de los gobiernos de la Alianza de izquierda (que parecen haber olvidado que gobernaron la mayor parte de estos 30 años desde el retorno a la democracia, sin poder cumplir con las demandas sociales) y la indecisión y comodidad del presidente Piñera, permitieron que agitadores profesionales importados de Cuba y Venezuela prendieran en llamas el país, encaramados en legítimos reclamos históricos que nada tienen que ver con la anarquía y violencia que desde hace un año vive el querido país del sur.

El pasado fin de semana, el pueblo chileno ha votado de manera abrumadora en las urnas por la redacción de una nueva Constitución, que sustituya a la actual denominada “de Pinochet”. Y no puedo evitar recordar el camino transitado en otros países de la región, cuando el socialismo del siglo XXI ha hablado de nueva Constitución.

Ojalá este proceso de redacción de una nueva Constitución que comienza en Chile no termine en la toma por asalto de todas las instituciones del Estado, ni en un régimen totalitario, dizque de izquierda, que lleve a Chile hacia los caminos de miseria que hoy recorre Venezuela.

Dios bendiga a Chile. (O)